Por Julian Zelizer*
(CNN) — A nadie le gustan los políticos.
Desde que Jimmy Carter llegó a la Casa Blanca convenciendo a los votantes de que lo eligieran en lugar de a cualquiera de sus competidores más experimentados, tanto los candidatos republicanos como los demócratas tienden a presumir que ellos sí se diferencian del status quo de Washington.
En 2008, el entonces senador Barack Obama le cortó el paso a la que parecía la inminente candidata republicana, Hillary Clinton, apelando a la imagen de ser el candidato menos corrompido de Capitol Hill. En la cinta de HBO “Game Change”, en la que se presenta la forma en que John McCain eligió a Sarah Palin para ser su compañera de fórmula, puede verse qué tan lejos están dispuestos a ir los políticos para tener esa apariencia.
Este año, la historia es la misma. Aunque el Presidente Obama presume sus logros como líder de la nación en la Casa Blanca, también usa al Congreso como fachada para atacar. Newt Gingrich y Rick Santorum han tratado de transformarse de pilares del congreso republicano a disidentes conservadores, mientras que Mitt Romney, líder de la contienda, habla frecuentemente sobre cómo utilizaría sus habilidades como CEO en Washington.
El problema es que para desempeñar un buen papel en Washington se requiere de habilidades muy distintas a las que poseen los ejecutivos de negocios. Cada una de estas afirmaciones tiene sus fallas como lo ha descubierto el propio Obama tomando en cuenta el ‘mundo’ en el que los presidentes deben de movilizarse.
Los presidentes gobiernan en un mundo poroso que hace que cada decisión y movimiento sean visibles al público casi inmediatamente. El escrutinio constante de los medios significa que esencialmente el presidente trabaja dentro de paredes de cristal.
El director ejecutivo de una empresa tiene cierto espacio para trabajar a través de las diferentes opciones a las que tiene acceso, y hasta tiene cierta oportunidad de cometer errores en el preámbulo del anuncio de una decisión final. Tanto Carter como Obama han descubierto que resulta verdaderamente imposible mantener una imagen de disidente o contrario al status quo cuando te encuentras bajo el escrutinio de los medios de comunicación.
Más aún, las experiencias como director ejecutivo de una empresa, por ejemplo, en realidad sirven de poco para preparar a un candidato presidencial. El hecho es que el presidente solo tiene un control parcial de los mecanismos que hacen funcionar a Washington. En su segundo mandato en la presidencia, John Kennedy admitió que “el hecho es que creo que el Congreso se ve más poderoso desde donde yo estoy a como se veía cuando yo estaba ahí… cuando estás en el Congreso, eres uno de los 100 del Senado o de los 435 en la Cámara de Representantes, y entonces ese poder está dividido. Pero desde aquí veo al Congreso y su poder colectivo… y es un poder sustancial”.
Un artículo publicado recientemente en el New York Times, dejaba ver que las experiencias de Romney durante su gestión en Massachusetts eran similares a las complicaciones que llegó a enfrentar Carter durante su administración presidencial. Romney tuvo dificultades para llegar a acuerdos con miembros de la legislatura estatal. De acuerdo con un senador de un estado gobernado por los demócratas, “Romney no quería tratar con legisladores. Por lo general, el gobernador quiere tener una relación productiva con la legislatura. Pero con él, ese no era el caso”.
De igual modo, le guste o no, es difícil actuar como un extraño en cuanto la vida diaria incluye lidiar con cientos de personas que tienen un poder considerable. Un presidente puede hablar acerca de reformas al gobierno y de trabajar fuera del sistema, pero únicamente podrá conseguirlo si es capaz de llegar a acuerdos con las fuerzas y procesos que detesta.
Finalmente, los presidentes tienen millones de jefes. Mientras que el director ejecutivo de una empresa puede enfocar su energía en complacer a sus accionistas o a la junta directiva, al presidente lo juzgan millones de jefes: los votantes americanos, cada uno con diferentes intereses y objetivos. Sin embargo las constantes discusiones sobre un país rojo o azul —en referencia a republicanos y demócratas, respectivamente—, en realidad, es mucho más complicada que eso. En ciertos aspectos, si la nación estuviera dividida claramente en estas dos líneas, sería mucho más sencillo gobernar.
Mientras los presidentes empiezan a tomar decisiones importantes en el sentido de qué leyes proponer y qué tantas aceptar, el reto de complacer a tantos jefes se vuelve evidente. Es cierto que Obama ha luchado en estos meses para reconstruir la coalición que se fue deshaciendo porque muchas de las decisiones que tomó enojaron a sus seguidores de hueso colorado y alejaron a los votantes moderados que había ganado en el 2008.
Al final, la política presidencial consiste en sobrevivir y prosperar en Washington. El tipo de habilidades que a los políticos les gusta presumir en estos días poco tiene que ver con las instituciones que el ganador tendrá que gobernar. Es tiempo de reconocer que el tener un currículum político profundo es más una virtud que un vicio.
Nota del Editor: Julian Zelizer es profesor de historia y asuntos públicos en la Universidad de Princeton. Es autor de “Jimmy Carter” (Times Books) y del libro nuevo “Governing America” (Princeton University Press).
(Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Julian Zelizer).