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Por Carlos Alberto Montaner

Nota del editor: Carlos Alberto Montaner es escritor y analista político de CNN. Sus columnas se publican en decenas de diarios de España, Estados Unidos y América Latina. Montaner es, además, vicepresidente de la Internacional Liberal. Su último libro es la novela “La mujer del coronel”.

Sus médicos cubanos ya le comunicaron al presidente Hugo Chávez que muy probablemente no llegará vivo a las elecciones de octubre. No se trata de certezas, sino de una aproximación estadística. Las personas de su edad afectadas por el cáncer agresivo que padece, complicado por la metástasis generalizada que se ha desatado, suelen sobrevivir equis meses. A veces exceden el periodo o a veces no llegan. Sólo se trata de un macabro promedio.

Una de las primeras reacciones de Chávez fue llamar a un jefe de estado amigo para contárselo. A partir de ahora hará cosas cada vez más extrañas. Necesita, como cualquier persona moribunda, ánimo, compasión, palmadas cariñosas.

Una vieja amiga tanatóloga, especialista en ayudar a morir a los enfermos terminales, que ejerce su triste y necesaria profesión en un gran hospital, siempre insistía en que las gentes necesitan, por encima de todo, más que palabras de consuelo, que le aprieten la mano cuando se despiden de este mundo. Ese contacto final de piel a piel es misteriosamente reconfortante. Quita un poco el miedo que provoca asomarse a ese abismo insondable.

En efecto, las personas moribundas sufren de varios miedos diferentes. Le temen a la destrucción acelerada del cuerpo. Han vivido pendientes de él. Lo han cuidado, lavado, protegido, lo han enseñado con orgullo, y, de pronto, el deterioro, en lugar de ser paulatinamente perceptible, se presenta de sopetón como una pesadilla.

Las personas, especialmente las poderosas, además, le temen a la pérdida de autoridad sobre el propio yo. El enfermo terminal está a merced de los médicos, de los enfermeros, de los parientes. De una manera cruel, se invierten las relaciones de poder y el enfermo terminal sufre la indignidad de ser sometido por cualquiera con una bata blanca o por el familiar o amigo que le hace compañía. Vuelven a ser tratados como niños.

Y está el miedo al dolor. Ése es terrible y acarrea una consecuencia nefasta: el enfermo terminal subordina toda su existencia, la poca que le queda, a tratar de evitar esa experiencia. Se obsesiona con el dolor. Habla y piensa constantemente en eso. El resto de los temas dejan de ser importantes. Ante un dolor agudo, ¿quién piensa en el amor, en la responsabilidad o en lo que sea? ¿Qué hay más absorbente que el temor a un dolor penetrante?

Chávez advierte que tiene poco tiempo para la inmensa cantidad de asuntos que deja pendientes, pero súbitamente han cambiado sus prioridades. ¿Le importa mucho el destino de su revolución bolivariana a estas alturas de la vida o de la muerte? Tal vez no. Se sabe rodeado de bandidos dedicados al desfalco de los fondos públicos y de narcos generales que han echado las bases de un narcoestado. Con esa impresentable tropa no puede comparecer ante la posteridad. La revolución bolivariana fue un sueño trunco.

¿Le importa hoy, a las puertas de la muerte, aquel loco proyecto del socialismo del siglo XXI que nunca llegó a definir del todo, o que definió de tantas maneras que nadie tiene la menor idea de lo que está hablando? ¿Quién va a derrotar ahora al imperialismo yanqui y enterrar al capitalismo? ¿El limitado señor Nicolás Maduro? ¿El viejo pillín José Vicente Rangel? ¿Se cree alguien que Diosdado Cabello es un revolucionario idealista consagrado a la redención de la especie?

¿Puede Chávez dejarle a un albacea el encargo post mortem de que continúe ejerciendo la filantropía revolucionaria con Cuba, Nicaragua, Bolivia y otros estados pedigüeños? Chávez es pródigo como nadie con el dinero de los venezolanos. Se ha comprado la fama a punta de bolívares. Le regala plata a candidatos extranjeros, a amigos, a cualquiera que pasa por Caracas y le hace un cuento. ¿Quién va a reproducir ese comportamiento dadivoso para cultivar su gloria tras su muerte?

¿Qué es, en suma, la revolución bolivariana? Chávez lo sabe y se lo lleva a la tumba con pesar: es sólo una nueva oligarquía política que saquea al país impunemente. Nada más. Si en algo Chávez recuerda a Bolívar, es en que también ha arado en el mar. Todo ha sido inútil. Su experimento revolucionario no será estudiado en las clases de Ciencias Políticas, sino en las de Criminología. Se morirá con esa pena. Es muy triste.

(Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a Carlos Alberto Montaner)