Por Victoria Pynchon
Nota del Editor: Victoria Pynchon es cofundadora de She Negotiates Consulting and Training, una firma que pretende cerrar la disparidad salarial y de liderazgo en los negocios. Después de una carrera de 25 años como litigante comercial y abogada de la corte, Pynchon ganó el título de maestra en resolución de conflictos y desde entonces ha publicado dos libros, ‘The Grownups’ ABCs of Conflict Resolution y Success as a Mediator for Dummmies.
(CNN) – Cuando la palabra “negocio” se combina con el coqueteo, nos vienen a la mente a las femme fatales míticas de Hollywood de las películas cuya descarada sexualidad sirvió como camuflaje para los corazones malos y armas de bajo calibre.
Nuestro casi universal desprecio por las mujeres que usan sus habilidades femeninas para llegar a la oficina de la esquina en lugar de apuntar hacia la glorieta del matrimonio, es más un testimonio del poder de las películas y la ficción barata que lecciones aprendidas a través de nuestra experiencia vivida.
Debido a que los negocios, en su mayoría pertenecen al género masculino, casi cada cualidad asociada con la feminidad pone en desventaja a las mujeres en el lugar de trabajo. Si no formamos parte de los estereotipos positivos de abnegación, tolerancia, comodidad y, sí, pureza, somos menospreciadas – y nos hacen a un lado – por ser “machas”, severamente o agudamente. Si nos conformamos con los estereotipos, somos consideradas débiles, pasivas, sensibles y emocionales como para comprometernos en ese mundo competitivo muchas veces considerado como un deporte.
Al entrar en el mundo del litigio hace más de tres décadas, la inutilidad de intentar vencer a los hombres en su propio juego rápidamente salió a la luz. Ellos eran combativos, se imponían físicamente, estaban ansiosos por intimidar y se enojaban rápidamente. Cuando logras cubrir las apariencias, ellos se retractan fácilmente, regresan a ser amables y bromistas como unos simples jóvenes de fraternidad. Nadie los criticaba por usar esas características masculinas para triunfar, de hacerlo, serías catalogada como una aguafiestas, no digna de su compañía y no te permitirían ser parte de la dinámica.
Era muy joven cuando me enfrenté por primera vez, frente a frente, a una sala llena de viejos abogados defensores. Una de mis primeras funciones en esos primeros años era juntar información de mis oponentes para sacar testimonios previos en un proceso que al que llamamos “tomar declaraciones”.
Obstruir mis intentos por desenterrar hechos de mis adversarios más rejegos era, por supuesto, su trabajo. Pero se deleitaban especialmente cuando me excluían de las salas de la corte y de conferencias como si fuera un juguete para gato– como una inexperta y tonta mujer que pensaba que algún día iría a un verdadero juicio.
Mi trabajo era ganar cualquier batalla en la larga guerra que es la litigación. No había recompensa por verse bien, solo por ser buena. Y no me tomó mucho tiempo darme cuenta de que podría ser buena usando su opinión sobre mis pobres habilidades como mi propia ama secreta. Cuando necesitaba un favor de ellos, no dudaba en usar los “encantos femeninos” para obtenerlo. Esos “encantos” incluían calidez, alabanza, jugueteo, y sexualidad. Llevarlos al campo de juego no disminuía mi inteligencia de ninguna manera, más bien aumentaba mi experimentada y meticulosa preparación y mi reputación como un digno adversario.
Poseía, como muchas mujeres, una viva curiosidad que impulsa esas habilidades de agente secreto, la destreza de localizar y alabar lo que valía la pena, incluso, de la peor de las personas, y un fuerte sentido de quien soy y quien no sería nunca.
Cuando le enseño a los abogados jóvenes las cualidades que deben tener para un juicio en el Instituto Nacional de Abogacía de Juicios, los animo, a hombres y mujeres, a usar cada una de sus propias características personales para atraer a la mayor cantidad de gente a su “casita del árbol”, para jugar sus juegos.
El famoso Tomm Sawyer convenció a un grupo de niñas para que pintaran de blanco la reja de su tía mientras el disfrutaba con la tarea que hacían los demás y les pasaba la brocha casi en contra de su voluntad. Daniel Craig impresiona a las mujeres y acaba con sus rivales, está listo para complacer o dañar. El encanto de Sawyer es juguetón. El de Craig es peligroso. Para cada uno, eso es lo que son en lo más profundo de su ser, incluida su inevitable sexualidad.
El escenario en el que nos enseñan a actuar a nosotras las mujeres, con dedos que nos apuntan a la cara, muchas veces es tan ajustado que me pregunto cómo es que nos podemos mover. El negarnos a nosotras mismas cualquiera de los poderes muchas veces nos deja sin ninguno.
Cuando aconsejo a mujeres, les pido que usen todo lo que tengan. Si la calidez, el jugueteo y la galantería hacen el trabajo y se sienten cómodas con ello, por favor, les recomiendo que los usen. Como lo escribieron Nicholas Kristof y Sheryl WuDunn en Half the Sky, más jóvenes han muerto en los últimos cincuenta años a causa de su género, que la cantidad de hombres en las guerras del siglo XX. Tenemos un trabajo importante que hacer y no hay tiempo para gastar nuestra energía en apariencias.
Cuando me atrevo a decir esas cosas, me retan por “retrasar el movimiento femenino unos cuarenta años”. Yo estoy totalmente en desacuerdo.
Lo que nos atrasa, o simplemente nos estanca, es la persistencia de una cultura comercial que obtiene su poder principalmente de la intimidación, las prácticas ilegales, la avaricia y la obstrucción. Piensa en el derrumbe económico de 2008. Estas costumbres representan un verdadero peligro y dejan poco espacio para la colaboración, inclusión y el jugueteo creativo que se necesita para innovar en nuestro camino hacia un mundo mejor.
Cuando un hombre o una mujer quieren guardar las apariencias acerca de lo que nos hace humanos, dimensionales y flexibles, nos privamos a nosotros mismos y a los demás de lo que es verdaderamente generativo tanto dentro como entre nosotros.
Sería mejor si nos aliáramos para influenciar sobre los demás, una buena dosis de alabanzas puede dirigirnos a lugares que ningún otro argumento nos podría llevar. Si somos honestos con nosotros mismos y los principales jugadores en el negocio, nuestro éxito será justamente ganado y nuestro comportamiento no podrá recriminarse.
(Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Victoria Pynchon)