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Por Ruben Navarrette Jr.

Nota del Editor: Ruben Navarrette Jr. es colaborador de CNN y un columnista sindicado nacional en el Grupo de Escritores del Washington Post.

(CNN) – La Ciudad de México, hogar de 20 millones de personas, representa la paradoja del México moderno, la yuxtaposición lado a lado –de todo, desde la política hasta la arquitectura– de lo viejo con lo nuevo.

A la vuelta a la esquina verás una iglesia de 300 años y en la otra tendrás una red inalámbrica de Starbucks.

El Distrito Federal, también conocido como la Ciudad de México, sirve como recordatorio constante de que los mexicanos conservan sus tradiciones, excepto cuando les dan vuelta. Conservan sus recuerdos, excepto cuando les da amnesia.

Por ejemplo, cuando se trata de perdonar al corrupto Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuyos líderes brutalizaron a los mexicanos y saquearon la ciudad la mayor parte del siglo XX, su memoria es corta: acaban de regresar el poder al partido, despues de elegir a Enrique Peña Nieto como presidente, quien tomará posesión el 1º de diciembre.

Pero cuando se trata de las secuelas de la guerra con Estados Unidos, que duró de 1846 a 1848, en la cual la mitad del territorio mexicano quedó en manos de los estadounidenses –el suroeste moderno de EU– la memoria de los mexicanos es a largo plazo, y no es fácil encontrar el perdón. Incluso, después de todos estos años, en los círculos diplomáticos aún se oye hablar del tema de la “soberanía”, el cual, en términos generales, significa el esfuerzo constante por parte de México para evitar que Estados Unidos se meta en los problemas domésticos y deje una ligera huella.

Acabo de ir a la Ciudad de México como parte de una delegación de líderes mexicanoestadounidense y judíoestadounidense organizada por el Instituto Latino y el Comité Latinoamericano Judíoestadounidense. Para la organización de una defensa judía a nivel global, el objetivo del viaje era fortalecer relaciones entre los mexicanoestadounidenses y los judíos en Estados Unidos.

A pesar de que mi abuelo nació en Chihuahua y llegó a Estados Unidos con su familia cuando era niño durante la Revolución Mexicana, soy estadounidense. Este es mi cuarto viaje a la Ciudad de México desde hace 15 años, y aún me siento como extranjero. Con cada visita, el lugar se reinventa a sí mismo.

Cada vez es más claro, cuando pasas algo de tiempo por aquí, que en esta hermosa ciudad también desaparecen los tabús, excepto cuando no lo hacen. Una masa liberal abruma a un país católico romano, la ciudad legalizó el aborto en una primera etapa en 2007, los matrimonios gay y la adopción de parejas del mismo sexo en 2010. Peña Nieto ha tocado el tema que hace 20 años hubiera sido una herejía: modificar la Constitución Mexicana para permitir que compañías extranjeras puedan tener contratos con el gobierno mexicano y perforar para buscar petróleo en tierra y en el Golfo de México.

Sin embargo, con todo ese progreso y apertura en los últimos años, aún existe un tema del que nadie habla, uno que aún está fuera de lo permitido: el racismo.

El tabú tiene que ver con el color de la piel, aunque la complexión de alguien refleje la mezcla de su ascendencia española, quienes conquistaron al imperio azteca en 1521, y la civilización vencida. No es una exageración decir que, en este país, especialmente en esta ciudad, los mejores y más importantes trabajos que ofrecen un salario deseable muchas veces son para aquellos que, aparte de contar con la mejor educación y con las mejores conexiones, también cuentan con un tono más claro de piel.

En la televisión, en la política y en la academia, ves personas de piel clara. En lugares de construcción, en las fuerzas policiacas y en las cocinas de los restaurantes, es muy probable que te encuentres con los de piel más oscura. En los vecindarios más caros, los dueños de las casas tienen piel clara y las amas de llaves son morenas. Todo el mundo lo sabe y, sin embargo, nadie habla de eso, al menos no en los círculos de élite.

Los ciudadanos no parecen dispuestos a hablar de la dinámica más grande que define la raza: el hecho es que es, y siempre ha sido, un país de profundas divisiones. En los 100 años siguientes a la Revolución Mexicana, una parte de México siempre ha estado en guerra con otra: lo urbano contra lo rural, ricos contra pobres, y sí, los de piel clara contra los de piel oscura.

Es una de las razones por las que algunas instituciones como la economía, el sistema político y la estructura social no han madurado tan rápidamente como deberían, dadas las ventajas que tiene México.

Este país de 120 millones de personas tiene puertos, carreteras, aeropuertos y rascacielos. Ganancias anuales de miles de millones de dólares por el petróleo y el gas natural, y miles de millones más en turismo y de los giros que llegan de los migrantes mexicanos que viven en el extranjero. La economía de México crece más rápido que la de Estados Unidos, y las inversiones de Asia y Europa llegan al país. Constantemente está dentro de los primeros tres socios comerciales de Estados Unidos. ¿Pero de qué sirve todo eso si solo una pequeña parte de la población puede llegar a todo su potencial? El prejuicio mata al progreso.

Ya es tiempo de que México supere el color de la piel y se libere del pasado. O no tendrá mucho futuro.

(Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Ruben Navarrette Jr.)