Douglas Engelbart en el ensayo para la "Madre de todas las Demos" de 1968.

Por Gonzalo Frasca

Nota del Editor:Gonzalo Frasca, PhD, es diseñador, consultor y catedrático de Videojuegos de la Universidad ORT. Ha creado juegos para empresas como Disney, Pixar, Cartoon Network y Warner Bros. Se especializa en juegos que comunican y educan. Recibió un Lifetime Achievement Award de la Knight Foundation por su trabajo pionero en videojuegos periodísticos.

En 1998 fui a mi primera conferencia académica internacional, en la ciudad de Pittsburgh, Pensilvania. Yo era un joven graduado y no conocía a casi nadie. Un señor canoso, de unos 70 años, se sentó a mi lado y me preguntó sobre mi investigación. Hablamos un buen rato antes de que le preguntara a qué se dedicaba. Me contestó sencillamente: “La gente me recuerda más por haber inventado el ratón (mouse), pero en realidad quiero creer que mis contribuciones fueron otras”.

¡Y lo fueron! Cuando Engelbart recibió de Bill Clinton la Medalla Estadounidense de la Tecnología y la Innovación, la razón esgrimida fue que “más que cualquier otra persona, él fue el creador del componente personal de la revolución informática”.

Engelbart falleció este martes a los 88 años. Tenía razón: hoy los medios lo recuerdan principalmente como el inventor del ratón. Sin embargo, su aporte fue muchísimo mayor.

Durante su trabajo a mediados de los 50 al frente del Instituto de Investigación de Stanford (SRI por sus siglas en inglés), el equipo de Engelbart desarrolló varias de las tecnologías esenciales en la vida digital que hoy damos por sentadas.

Además del ratón y el cursor, Engelbart fue pionero en la edición de textos, la creación de hipervínculos (links), la videoconferencia, la colaboración de equipos en línea… Y como si fuera poco, su equipo fue responsable de enviar el primer mensaje a través de una red informática, la ARPANET, precursora directa de la actual Internet.

En 1968, su equipo realizó una demostración histórica. El evento fue denominado “La Madre de todos los Demos” y realmente no es una exageración. Por primera vez, sus colegas pudieron apreciar un equipo moderno de computación tal como lo conocemos actualmente, con ratón y ventanas, edición interactiva de textos, colaboración en red y videoconferencia.

El pasado mes de febrero nos volvimos a encontrar en la Universidad de California en Santa Cruz. Su discípulo, el también pionero del hipertexto Ted Nelson, dio una clase magistral en honor de su maestro y amigo. Varias generaciones de ingenieros y artistas se dieron cita a su alrededor.

Engelbart, con casi nueve décadas a sus espaldas, estaba cansado y apenas hablaba. Pero recuerdo sus ojos emocionados al recibir el afecto de gente como Brenda Laurel, pionera de la realidad virtual y creadora de videojuegos. Porque todos en ese salón de clase estábamos en deuda con este hombre que osó imaginar un mundo donde la tecnología pudiera ayudar a la creación y el entendimiento humano. Fuimos todos simplemente a darle las gracias por todo lo que nos había dado, tanto a nivel tecnológico como en inspiración.

Sin embargo, sería injusto recordar a Engelbart solamente por su trabajo técnico. Hubiera sido imposible para este pionero lograr un impacto tan enorme en nuestra cultura sin tener una clara visión filosófica que lo guiara.

Desde muy joven, este ingeniero meditó ampliamente sobre cuál sería el campo desde el que podría hacer la mayor contribución posible a la humanidad. A los 25 años, Engelbart tuvo una epifanía que ya es leyenda en Silicon Valley. Comprendió que las computadoras eran la herramienta ideal para expandir la inteligencia humana. Y se dedicó con pasión a esa tarea, siendo uno de los responsables directos de lo que luego llegaría a las masas gracias a Bill Gates y Steve Jobs: las computadoras personales e Internet.

La historia ha sido quizás más generosa con estos otros dos pioneros quienes, como decía Isaac Newton, sólo pudieron ver más lejos porque se subieron sobre los hombros de gigantes como “Doug”.

Douglas Engelbart se planteó el loco objetivo de cambiar el mundo. Y vaya si lo logró.

(Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a Gonzalo Frasca)