La nueva cinta 'Noé', de Darren Aronofsky, retrata a un Dios iracundo en la historia del Diluvio

Por Joel S. Baden, especial para CNN

Nota del editor: Joel S. Baden es autor del libro The Historical David: The Real Life of an Invented Hero y profesor asociado de la cátedra sobre el Antiguo Testamento en la Escuela Divinity de la Universidad de Yale.

(CNN) —La mayoría de la gente moderna tiende a distinguir entre el Dios iracundo del Antiguo Testamento y el Dios misericordioso del Nuevo Testamento.

En nuestra era reina el Dios misericordioso, o eso nos gusta pensar.

Pero de vez en cuando, las historias, los libros o los desastres naturales evocan a un Dios iracundo y eso no se demuestra mejor que en la historia bíblica del Diluvio, que ahora se retrata brutalmente en la nueva cinta Noé de Darren Aronofsky.

Gracias a nuestra idea de un Dios que ama a cada uno de nosotros, especialmente a los niñitos, nos causa conflicto una deidad que podría aniquilar a toda la humanidad. Ciertamente mucha gente inocente y niños murieron en el Diluvio. Pero dejemos algo en claro: este es nuestro problema, no de la Biblia.

Según la historia bíblica del Diluvio, los individuos no eran malos: lo era la humanidad como un todo, la maldad era intrínseca a la naturaleza humana. Jóvenes, viejos, hombres y mujeres: “Todos sus pensamientos tendían siempre hacia el mal”, se lee en el libro del Génesis.

El diluvio tampoco tenía el objetivo de erradicar la maldad de la humanidad para que pudiéramos comenzar de nuevo como una especie pacífica como parece indicar la cinta Noé.

En la Biblia, Noé y sus descendientes no prometen comportarse de forma distinta después del diluvio. Es más, Dios aprende a aceptar su naturaleza malvada inherente. “Aunque las intenciones del ser humano son perversas desde su juventud, nunca más volveré a maldecir la tierra por culpa suya”.

Somos como somos.

De hecho, según la Biblia, Dios acepta la naturaleza humana porque somos la única especie que le puede dar lo que quiere, que desde el punto de vista del Génesis son los sangrientos sacrificios de animales. (Hasta ahí llegó el ángulo provegetariano de la cinta de Aronofsky).

El Dios del Antiguo Testamento no solo protege a los niños. Después de todo, es la misma deidad que ordena a los israelitas que masacren a sus enemigos, “hombres y mujeres, jóvenes y viejos”. El mismo Dios que acepta sin decir palabra que Jefté sacrifique a su propia hija, que permite que un oso destroce a unos niños por haber provocado a uno de sus profetas y que amenaza a Israel con una hambruna tan devastadora que se verán obligados a devorar a sus propios infantes.

La vida de los inocentes rara vez es un problema moral para el Dios de Israel.

Tomen en cuenta el debate que se desarrolla entre Abraham y Dios acerca de los habitantes de Sodoma y Gomorra. Abraham le pregunta a su creador: “¿Arrasarás con los inocentes junto con los culpables?”.

Abraham logra convencer a Dios de que perdone a la ciudad para salvar la vida de 10 personas inocentes. Como de todas formas la ciudad termina destruida, no nos queda más que suponer que había menos de 10 personas inocentes. Tal vez había nueve… y ardieron junto con el resto.

Aronofsky debió haber reconocido nuestro dilema moral moderno: su representación de la humanidad fuera de la familia de Noé es casi totalmente negativa con el fin de que sintamos muy poca compasión por ellos, incluso cuando buscan refugio en la cumbre de las montañas cuando las aguas empiezan a subir.

La única excepción a la maldad en general de la humanidad es una joven que no logra entrar al arca y representa a todos los inocentes con los que el diluvio arrasó.

Pero, ¿qué tan inocente es en realidad?

La cinta se apega mucho a la noción cristiana del pecado original: Noé declara tajantemente que todos los humanos se han corrompido desde la expulsión del Edén.

Desde ese punto de vista, no hay humanos realmente inocentes, sin importar qué tan inocentemente se comporten. En la cinta, los únicos auténticos inocentes son los animales. Lo siguen siendo, dice uno de los personajes, porque se comportan como lo hacían en el Edén. Eso ya es más de lo que cualquiera puede decir sobre Adán y Eva. Es notable que Aronofsky no muestre a ningún animal ahogándose o luchando por su vida, aunque debió haber ocurrido.

Una vez más, este no es un problema para el Antiguo Testamento. Los animales son inherentemente culpables como los humanos. “Toda carne (incluidos los animales) había corrompido su camino sobre la Tierra”, nos dice el Génesis.

Así, tenemos que distinguir nuestra noción de inocencia —y de la naturaleza de Dios— de la de los autores del Antiguo Testamento.

El Dios del Antiguo Testamento no ama a los humanos; apenas los tolera. La relación no es de afecto, sino de necesidad y obediencia.

Nos prometen que nunca volverá a haber otro Diluvio porque Dios quiere y necesita nuestros sacrificios. Se elige a la familia de los patriarcas de entre toda la humanidad no porque de alguna forma sean más justos, sino para que puedan ser ejemplo de obediencia correcta para todas las naciones del mundo.

Israel se salva de Egipto no por amor, sino para que estén singularmente en deuda con Dios y le sirvan —una vez más con sacrificios— de la forma en la que Dios más desea.

El Dios de Israel no es benevolente. Es, en palabras del profeta Nahúm, “un Dios celoso y vengador, Señor de la venganza, Señor de la ira”.

No es su trabajo mantenernos felices y cómodos; es más, nuestro trabajo es estar incómodos para poder apaciguarlo.

No obstante, no hay duda de que el Dios del Antiguo Testamento no es el mismo Dios al que conocemos y adoramos hoy.

Entonces, ¿cómo hacemos quienes seguimos amando la Biblia para reconciliar nuestra idea de Dios con los actos de Dios, tanto en la historia del Diluvio como en otras instancias?

Una posibilidad es tomar la Biblia al pie de la letra: toda la humanidad e incluso todos los animales eran malvados; ni siquiera Noé era completamente justo, sino que era el más justo de toda su generación malvada, como lo establece una tradición judía antigua.

Entonces, el problema moral no estriba en por qué todos murieron, sino por qué —como se cuestiona en la película— alguien se salvó.

Otra posibilidad es atribuírselo a un cambio en la personalidad de la deidad: de iracundo a piadoso, algo congruente con la división en Antiguo y Nuevo Testamento.

Para quienes creen en un nuevo perdón a raíz de la llegada de Jesús, esta opción parece relativamente fácil. Para quienes no, no lo es tanto.

La tercera opción es retroceder —muy fácil— a la imposibilidad esencial de conocer a Dios.

No se nos concede el mismo entendimiento o percepción que tiene la deidad. Eso significa que tenemos que darle el beneficio de la duda.

Cualquiera que sea el camino que uno siga —y seguramente hay otros—, luchamos con el mismo problema básico, tratamos de encontrar una solución en la que el Dios del Antiguo Testamento coincida con nuestro Dios moderno.

En otras palabras, nuestro concepto cambiante de Dios a lo largo de dos milenios es el responsable del dilema moral. Es problema nuestro, no de la Biblia.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Joel S. Baden