Por Gene Seymour

Nota del editor: Gene Seymour es crítico de cine y ha escrito sobre música, cine y cultura para las publicaciones The New York Times, Entertainment Weekly y  The Washington Post.

(CNN) — La mayor parte del impacto que tuvo la noticia de la muerte de Robin Williams el lunes 11 de agosto nace de su total imposibilidad. ¿Cómo es posible que, de todas las personas, Robin Williams haya dejado de respirar, de moverse y, sobre todo, de hablar?

Es como si nos hubieran dicho que la Luna se salió de su órbita o que el agua no volverá a hervir o a congelarse a la temperatura adecuada. Si Robin Williams está muerto, entonces la luz ya no se refracta, los átomos ya no se unen y la gravedad dejó de funcionar. Sí. Eso es imposible.

La vida de Robin Williams en imágenes

Durante los últimos 40 años, más o menos, muchos de nosotros percibimos a Robin Williams como una fuerza irresistible de la naturaleza a la que nada —ni siquiera los demonios en su cabeza ni las consecuencias lamentables de sus actos— podía detener. Si su motor se detenía, aunque fuera un segundo, su público lo notaba. Solo se quedaban sentados al borde de su butaca esperando la siguiente erupción y nunca se decepcionaron con lo que fuera que provocara que la locura brotara.

Prácticamente desde el principio, cuando por primera vez lo vimos transformar los libretos de la comedia de situación de la cadena ABC,Mork and Mindy (1978-1982) en escenarios para un jazz verbal puro, de estilo libre, parecía que Williams tenía un dominio sobrenatural de las voces que escuchaba dentro de su cabeza.

Ya fuera que hiciera comedia stand-up o una introducción en un homenaje, Williams convertía una digresión casual en una muestra de flujo de consciencia digna de William Faulkner, James Joyce o cualquier surrealista al que puedas nombrar.

Siempre se preguntaba de dónde había sacado “eso”, ya fuera una referencia a una cinta vieja que creíamos haber olvidado, una crítica velada contra un político e incluso algo vergonzoso acerca de sí.

Su propia experiencia lamentable con las adicciones provocó que pronunciara una de las mejores citas de la historia relativas a las drogas: “la cocaína es la forma que Dios tiene de decirte que ganas demasiado dinero”. También está con la que dijo que el abuso del alcohol puede salirse tanto de control que “harás cosas que causarán que el diablo se sorprenda”.

Pronto, si es que no ha ocurrido ya, habrá una colección de esos aforismos que a veces se aproximaban a la precisión y agudeza de Mark Twain o de Oscar Wilde. El problema de recordarlos todos ahora es que estaban casi perdidos en el torbellino de las invenciones espontáneas de Williams. Aun cuando se quedaba quieto, podías sentir las oleadas de energía que luchaban por liberarse. La forma en la que contenía esas oleadas nos recordaba que (parafraseando a Albert Camus) su mente siempre se mantenía a raya.

Además, los buenos actores siempre pueden hacer que el silencio y el espacio les favorezcan. Imagínense cómo nos sorprendimos cuando el comediante más asombroso de su generación también resultó ser muy buen actor… a veces grandioso. Canalizó su creatividad de alto octanaje y creó personajes indelebles y cautivadores como el animado soldado pinchadiscos de la cinta Buenos días, Vietnam (Good Morning Vietnam, 1978), por el que recibió la primera de tres nominaciones al Oscar al mejor actor.

Pensé que debió haber ganado por su actuación como el viudo enloquecido de dolor de la cinta El pescador de ilusiones (The Fisher King, 1992), pero Hollywood demostró cuánto lo amaba al darle el Óscar al mejor actor de reparto en 1998 por su actuación como un psiquiatra emocionalmente herido en la cinta Mente indomable (Good Will Hunting).

Si sirve de algo decirlo, las cintas de Robin Williams que más disfruté fueron aquellas en las que se arriesgó y/o se dejó volar. Para mí esto excluiría su protagónico como la señora Doubtfire (aunque entiendo por qué a muchos les encanta recordarlo), pero incluiría papeles tan variados como el genio de Aladino (1992); su poco valorada actuación estelar en Popeye (la poco valorada cinta musical de 1980), y una de sus actuaciones más arriesgadas: la personificación del sudoroso y nervioso vendedor Tommy Wilhelm en la adaptación para televisión del libro de Saul Bellow, Seize the Day (1986).

En todas sus actuaciones, ya fuera loco o tierno, bueno o malo, sagaz o santurrón, Robin Williams siempre mostró su empatía notable, no solo con la gente a la que personificaba, sino con el público, ese mismo público al que buscaba conquistar, si no es que dominar, con sus rutinas de comedia diversas en las que —como ocurría con su amigo y mentor, Richard Pryor— era él mismo con más viveza e intensidad a pesar de todas sus excentricidades, afrentas, temores y deseos.

Pensamos que podríamos recurrir a su compasión, su inteligencia y su energía mientras hubiera agua y aire. ¿Robin Williams está muerto realmente? ¿Cómo será el mañana sin saber que sigue aquí?

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Gene Seymour.