Moutassem Yazbek es un refugiado sirio que tomó el barco de un contrabandista de inmigrantes desde Turquía hasta Italia en diciembre del 2014. Actualmente vive en Alemania, donde se ha ofrecido como voluntario para ayudar a otros que recién han llegado de Siria. Las opiniones expresadas en este comentario son exclusivamente las de él.
(CNN) — Habría hecho cualquier cosa para llegar a Europa. Valía la pena el riesgo, los malos tratos y el miedo, por difícil que parezca creerlo. En pocas palabras, ahora tengo una vida mejor que la que tenía antes.
Sin embargo, mi viaje a través del Mediterráneo, como es el caso de miles de otros inmigrantes, no fue fácil. Esta es mi historia.
Todo comenzó a finales del año pasado, cuando perdí mi trabajo en Dubái. Mi visa de trabajo había expirado y no tenía otro lugar a dónde ir. Soy sirio y volver a Siria no era una opción… volver significa que tienes que matar o morir.
Sin embargo, los sirios no necesitan visa para ir a Turquía, así que fui a Turquía. Llegué al país en diciembre teniendo en mente un viejo sueño: llegar a Europa.
Mientras estuve en Estambul, encontré varias páginas en Facebook sobre el tráfico ilegal de personas por mar, desde Turquía hasta Italia. En todas se mencionaba que Mersín, una ciudad portuaria en la frontera sur, era el punto de salida, así que me dirigí hacia allí.
Conocí a un tipo sirio en un hotel de Mersín que ya le había pagado a un traficante y tenía programado salir en pocos días. Me dijo que su traficante de personas era un hombre “decente” y que tenía “una gran reputación”.
Reputación: fue divertido escuchar por primera vez que a estas personas, a las que siempre he considerado como un poco más que delincuentes, les preocupara lo que la gente pensara de ellos. Pero, ¿por qué no habrían de estarlo? Se trata de un negocio a largo plazo y el conflicto sirio no terminará pronto. Así que decidí conocer a este tipo.
Hablamos sobre las condiciones de pago y acordamos una tarifa de 6.500 dólares. Parte del dinero sería depositado en una compañía de seguros, incluyendo los gastos normales de transacción. Cuando llegara a Italia, se le entregaría el dinero al traficante… o, en caso que cambiara de opinión, me devolvería parte del mismo.
“Tienes que estar preparado todo el día, todos los días, durante los próximos días, ya que podrías recibir la llamada para irnos”, me dijo el hombre. Una noche, unos días después, recibí la llamada e inició mi viaje.
Reunieron a 100 hombres y mujeres en cinco autobuses y nos llevaron hasta el punto donde iniciaría el viaje. Estaba lejos de Mersín. Caminamos durante 30 minutos, a través de terrenos escabrosos y granjas de naranja cerca de la playa, en la oscuridad, para evitar ser detectados por la policía.
La idea era llevarnos en tres pequeñas embarcaciones hasta el barco principal. Aún recuerdo a una anciana, que apenas podía caminar, con sus dos hijos, caminando lo más rápido que podían para tratar de llegar a los botes. Les dijeron que si no caminaban más rápido, el barco se iría sin ellos.
Me pregunté muchas veces qué podría llevar a una persona normal a arriesgarse junto con su familia de esta manera. Determiné que cualquier persona con un pasado, pero sin futuro, era capaz de hacer cosas descabelladas.
Finalmente llegamos al barco. Era justo lo que el traficante describió. Esperamos en el barco durante tres días para que llegaran otras 100 personas que se nos unirían antes de partir. Estábamos en el centro del Mediterráneo, lo suficientemente lejos de los países que rodean las aguas internacionales.
En el cuarto día empezamos nuestro viaje, con una mezcla de emoción y miedo —miedo de que esta locura a menudo termina en tragedia, en la que podríamos terminar en la lista de los desafortunados e incontables números que no lograron llegar al otro lado. Pero no había vuelta atrás… es un boleto solo de ida.
Navegamos durante ocho horas antes de que el motor del barco se averiara. Había alrededor de 300 personas a bordo y a medida que las olas empezaron a empujarnos hacia Chipre, la tripulación envió una señal de socorro, esperando poder alertar quizás a un barco de las Naciones Unidas o de la Cruz Roja, a cualquiera que nos pudiera ayudar.
Al final, nuestro barco golpeó un acantilado y se atascó. Por suerte, en poco tiempo, un barco chipriota guardacostas llegó a rescatarnos y nos deportaron a Turquía. Las autoridades turcas nos tomaron las huellas digitales y nos liberaron a las pocas horas.
Algunas de las personas con las que había estado viajando dijeron que no intentarían hacer el viaje de nuevo. Cuando me preguntaron qué pensaba hacer, les dije que lo haría de nuevo mañana mismo si pudiera —otro viaje a través del mar donde las oraciones no pueden hacer nada, donde nadie es superior a la naturaleza, donde puedes sentirte tan pequeño, no importando cuán grandes sean tus sueños.
Ya lo había perdido todo. Mi familia desconocía lo que estaba haciendo, pero yo soñaba con ser un ser humano al que trataran como tal. No me iba a detener.
Así que llamé al traficante la misma noche en que me liberaron y le dije que quería irme en el próximo barco que saliera.
Dos días después, recibí la llamada y de nuevo me dirigí a un punto de embarco. Esta vez, tenían un barco más grande… de hecho, era un buque de carga, tal vez de 85 metros de largo o más.
Se requirieron cinco días para subir a todos a bordo del buque… en total, éramos 391 refugiados de ciudades de toda Siria. Y, por primera vez, empecé a sentir como si estuviera en la cárcel, atrapados en condiciones en las que ningún ser humano debería estar.
Vivíamos en la bodega. No había colchones ni sábanas, pero encontramos algunas tablas de madera para poner nuestras cosas y evitar que se mojaran.
Durante cinco días no tuvimos alimentos y teníamos poca agua. Pero al menos eso evitaría que fuéramos al “baño” con frecuencia, si es que lo puedes llamar así, ya que era un neumático viejo de un auto, cubierto con un pedazo de tela. Las enormes olas se estrellaban contra el buque desde todos los ángulos y el agua se filtraba desde el techo mientras dormíamos en el frío suelo de metal del barco y con el olor de la orina que provenía de la esquina.
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Siete días a bordo, a pesar de las malas condiciones, todo iba bien y nos estábamos acercando a los mares salpicados de islas, cerca de Grecia. El onceavo día, a un poco más de 320 kilómetros de la costa sur de Italia, nuestros guías comenzaron a alertar a las autoridades italianas sobre nuestra presencia.
Estábamos a la deriva en el mar, le dijeron a las autoridades, sin capitán o tripulación. Y eso en realidad era verdad —no teníamos un piloto certificado, solo un hombre que había trabajado en este barco anteriormente.
Un barco islandés —que trabajaba de forma conjunta con Frontex, la patrulla fronteriza conjunta de la Unión Europea— nos rescató de nuestro barco sin capitán con la ayuda de un barco de investigación científica de Nueva Zelanda.
El barco de rescate se acercó a nosotros, pero al principio no pudo aproximarse mucho pues las olas eran muy altas. Sabíamos que íbamos a tener que esperar un tiempo antes de salir de nuestro barco para siempre. Los otros refugiados agitaban sus manos como niños y se decían unos a otros: “Deja de agitar tus manos, ya nos vieron”. Yo fui una de las últimas 10 personas en ser rescatadas del barco. Aún siento como si hubiera sido ayer; fue el renacimiento de una nueva vida.
Nos llevaron a Catania, en Sicilia, donde finalmente llegamos a tierra un día después. Cuando llegamos, lo primero que las autoridades italianas hicieron fue atender los casos que necesitaban urgente atención médica. Había un hombre que estaba intoxicado por beber agua potable del barco, había algunas mujeres embarazadas y personas mayores que necesitaban atención médica.
Nos llevaron a un campo de refugiados y la única cosa de la que todos hablaban era de tomarnos las huellas digitales. Todos decían: “No arriesgamos todo para ser refugiados. No dejaremos que nos tomen las huellas digitales, incluso si nos torturan”.
Más tarde esa noche, un hombre marroquí-italiano nos dijo que no nos preocupáramos: “No les tomarán las huellas digitales”. Ellos simplemente nos llevarían a diferentes campamentos y podríamos salir de allí.
Doce días después de que iniciara, nuestro viaje a Europa había terminado. Pasé dos días en Sicilia antes de dirigirme a Milán con dos tipos sirios que se habían hecho mis amigos. Decidimos ir a Alemania, así que fuimos primero a París y terminamos en una ciudad llamada Sarrebruck.
No sabía hacía dónde se dirigían mis compañeros de viaje, pero sabía una cosa: había logrado mi sueño de llegar a Europa, sin importar el costo y el riesgo que implicó. Valió la pena.