Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.
La normalización que hasta ahora avanza de un modo sorprendentemente fluido comenzó cuando los gobiernos de Cuba y Estados Unidos habilitaron a sus equipos diplomáticos y los acreditaron para encontrarse aproximar posiciones y formular propuestas.
Ese proceso, que se prolongó por unos 18 meses, produjo un resultado espectacular cuando dio lugar al restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países. El momento estelar de esa etapa fue la conversación entre los presidentes Raúl Castro y Barack Obama, y la comparecencia de ambos, que desde La Habana y Washington, anunciaron que además habían alcanzado acuerdos para liberar a Alan Gross y tres de los cinco cubanos presos en cárceles estadounidenses.
El resto de la historia es conocida: las conversaciones, esta vez transparentes, continuaron alternándose entre Washington y La Habana, presididas por Roberta Jacobson, subsecretaria del Departamento de Estado, y Josefina Vidal, jefa del Departamento de América del Norte de la cancillería cubana.
Esa fase tuvo un momento mágico cuando, en consonancia con lo acordado, se devolvió a las sedes diplomáticas cubana en Washington y de Estados Unidos en La Habana la condición de embajadas. El 20 de julio pasado la parte cubana, con la presencia de Bruno Rodríguez, ministro de exteriores de la isla, se procedió a la ceremonia en la cual fue izada la bandera cubana. El evento concluirá el próximo día 14 de agosto, cuando con la asistencia del secretario de Estado, John Kerry, la enseña estadounidense, con legitimidad, ondee en la embajada norteamericana.
Obviamente con estos pasos, por cierto trascendentales, y otras acciones promovidas por disposiciones del presidente Barack Obama, se ha roto la inercia, se han restablecido los canales de comunicación, adelantando un trecho enorme que sirve de base para nuevas realizaciones. Entre otras, el levantamiento del bloqueo, la devolución de la base naval de Guantánamo, y el fin de la prohibición a los ciudadanos estadounidenses de viajar a la isla.
Si bien esas acciones, en lo fundamental, deberán ser adoptadas por Estados Unidos, especialmente por el Congreso, seguramente requerirán de nuevos contactos y complejos ejercicios diplomáticos.
El resto es cuestión de tiempo, de voluntad política, y de asumir la nueva relación con madurez, altura, y sobre todo de buena fe. En reciente entrevista el encargado de negocios de la flamante embajada estadounidense en La Habana, Jeffrey DeLaurentis, declaró: “…Queremos crear una embajada acogedora… donde puedan visitarnos tanto cubanos como estadounidenses, e interactuar con ellos…”
Cualquiera puede augurar que en ese cometido obtendrá éxitos. Una embajada estadounidense acogedora, respetuosa de la soberanía nacional y de la legitimidad de las autoridades, que asuma a la sociedad cubana como una entidad diversa y plural, unida por metas compartidas, celosa de su identidad, y empeñada en progresar e interesada en preservar sus conquistas y rectificar sus equívocos, seguramente hará muchos amigos.
Una embajada acogedora será reciprocada por un pueblo amigable. Amigos es lo que queremos. Enemigos hubo muchos. Es hora de desmovilizarlos. Allá nos vemos.