Nota del editor: Ruth Ben-Ghiat es profesora de historia y estudios italianos de la Universidad de Nueva York. Ella escribe sobre la guerra, incluyendo la guerra y el cine. Las opiniones expresadas en este comentario son exclusivamente las de la autora.
(CNN) – Imágenes de migrantes sufriendo y del rescate humanitario han llenado nuestra sección de noticias durante más de un año hasta ahora.
Hombres, mujeres, niños –más de 300.000 en continuo movimiento en lo que va del año– huyen de la guerra, la pobreza y la represión política y caminan con dificultad a través de desiertos y caminos alternativos, solo cargando con su ropa; entre multitudes dentro de estadios, barcos, centros de detención; llegan exhaustos, o muertos, a las costas mediterráneas.
Se han convertido en un espectáculo tan común en los medios de comunicación que apenas y los vemos.
Entonces aparece una imagen que nos deja paralizados: un niño pequeño yace muerto en una playa de Turquía.
Él es uno de los 12 refugiados que se ahogaron mientras intentaban alcanzar la isla griega de Cos… un sirio, según la oficina del gobernador de la provincia turca de Mugla. La foto se ha vuelto viral, a menudo acompañada de un hashtag turco que se traduce, en inglés, como “restos del naufragio de la humanidad”. La provocativa frase –restos flotantes que se refieren a materia, en plural, arrastrada por la corriente después de un naufragio– tiene la intención de denunciar una política de negligencia de parte de los gobiernos europeos que insulta la dignidad de los migrantes y refugiados.
¿Por qué fue seleccionada esta fotografía para provocar la acción, y por qué ha tocado la fibra sensible de una manera que otras no lo han hecho?
Para responder a esto, es útil pensar sobre qué es lo que hace que algunas imágenes sean icónicas y que tengan un impacto que trasciende el tiempo y el lugar en el que fueron creadas. Estas imágenes se distribuyen incesantemente (y a menudo son reproducidas o recreadas en otros medios) porque parecen comunicar una verdad esencial, no solo acerca de la situación que las generó, sino acerca de la naturaleza humana… en especial en condiciones de crisis y adversidad.
Los niños a menudo han sido objeto de tales fotos “intemporales”. Ellos son las víctimas más preocupantes de situaciones de guerra y agitación, y sus imágenes transmiten una emoción cruda que provoca que una fotografía sea convincente. Piensa en el pequeño bebé llorando de terror después del bombardeo de Hiroshima, o la imagen de un niño de 9 años de edad, Phan Thi Kim Phuc, huyendo de un ataque de napalm en Vietnam, desnudo y ciego con miedo, o la foto de una niña raquítica tratando de llegar a una estación de alimentación, quien se desplomó en el suelo, en el sur de Sudán, mientras un buitre espera cerca.
Si volvemos a la fotografía del niño pequeño de esta semana, el horror que podemos sentir a primera vista viene, en parte, de su contexto.
Aquí hay un niño pequeño en una playa del Mediterráneo a finales del verano. En lugar de disfrutar de las olas, él yace allí sin vida. No está en la playa con su familia, está solo, asistido únicamente por funcionarios turcos aparentemente encargados de documentarlo, uno escribiendo y el otro con una cámara. En el fondo, la presencia de dos hombres con ropa casual que están por ahí y están hablando –como uno los vería en una playa durante el verano–, hace que el contraste entre las narrativas de la derecha (lo divertido) y lo terriblemente equivocado (la muerte) sea aún más desgarrador.
Haciendo que los refugiados se sientan bienvenidos: ciudadanos de Alemania, Islandia muestra el camino
Esas narrativas han chocado con frecuencia en los últimos meses, ya que los turistas de todo el Mediterráneo han entrado en contacto con los refugiados. Es una gran ironía que lugares como Cos en Grecia, o la isla italiana de Lampedusa, ambos lugares tan apreciados por los turistas por su belleza natural, también sean lugares donde las personas son confrontadas con escenas que muchos no quieren ver.
El drama de la última ola de movimientos de masas en Europa Central, a través de los Balcanes, se ve reforzada por el hecho de que se ha vuelto más difícil apartar la mirada. Espacios cotidianos, en el corazón de las ciudades y pueblos, se han convertido en refugios temporales y centros de detención de facto, o incluso en sitios de muerte: las estaciones de tren, estadios, plazas y carreteras ordinarias… como el de Austria, que resultó contener más de 70 migrantes muertos apilados dentro de un camión.
Los medios de comunicación a menudo producen imágenes homogéneas de la crisis migratoria, a veces debido a la logística (por ejemplo, la necesidad de tomarle fotos a los barcos con teleobjetivos desde puntos de observación limitados). Las últimas imágenes de los migrantes y refugiados en Hungría, en su contexto urbano, pueden parecer demasiado familiares: rostros sucios y agotados, la gente desplomándose en el suelo, oponiendo resistencia a las autoridades. Es la naturaleza de la migración: a las personas casi siempre se les representa en masa, con algunos individuos particularmente llamativos o familias elegidas.
Con la repetición de imágenes, los espectadores pueden llegar a quedar desensibilizados. El estado de crisis puede parecer normal y hasta rutinario. Se necesita algo “fuera de lo normal” –incluso dentro del espectáculo del sufrimiento humano– que capte nuestra atención.
Lamentablemente, la crisis de migrantes y refugiados no muestra señales de que vaya a disminuir. Se ha convertido en una prioridad para muchos gobiernos, entre ellos, Alemania. Sus ramificaciones políticas, en términos de política nacional e internacional, se siguen desplegando.
Parece oportuno, entonces, pensar en el papel que juegan las imágenes en la conformación de nuestras ideas sobre los migrantes y los refugiados –niños y adultos por igual– y lo que queda de esas imágenes en nosotros, incluso después de que hacemos clic o cuando le damos vuelta a la página.
La foto del niño ahogado permanece. Es una calma mortal: no hay barcos hundidos, multitudes exhaustas o situaciones urgentes a mano. Hay un niño en una playa en el verano, que nunca más jugará otra vez.