Justin Trudeau derrotó a Stephen Harper y acabó con nueve años de gobierno conservador en Canadá (NICHOLAS KAMM/AFP/Getty Images).

Nota del editor: Sean Kennedy es escritor y vive en Washington. Antes fue asesor en el Senado estadounidense, productor de televisión e investigador en grupos de estudios sobre políticas públicas. Vivió en Canadá y observó en persona las recientes elecciones federales de ese país. Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente al autor.

(CNN) — Según el Reputation Institute, es el país “más admirado” de la Tierra. Los inmigrantes llegan de todas partes del mundo y en general esperan cortésmente en la fila de las oportunidades.

Pareciera que los impuestos bajan año con año y que el gobierno opera con un superávit. Se redujeron las regulaciones engorrosas y se reformó el código fiscal con el fin de estimular las inversiones de negocios y las políticas a favor de las familias. En el exterior, sus fuerzas armadas combaten a ISIS con vigor renovado y enfrentan, al lado de Israel, las agresiones de los mulás de Irán y de la Rusia de Vladimir Putin.

No, no estamos en el tercer año del gobierno de Marco Rubio. Es Canadá hoy en día y acaban de echar a su valiente líder después de nueve años de guiar firmemente el barco del Estado.

La derrota del Partido Conservador perjudica a sus vecinos del sur y al mundo en general ya que Justin Trudeau, el inexperto hijo de un ex primer ministro (de muy buena presencia pero propenso a los errores), derrotó al líder conservador, el primer ministro Stephen Harper.

El destino de Harper es aún más desconcertante si tomamos en cuenta lo bien que le fue a Canadá en la crisis de 2008 y 2009 bajo su tutela. No rescató a nadie (salvo a la industria automotriz que opera en Estados Unidos), no fracasó ninguna institución financiera y la economía canadiense siguió prosperando.

Parte del éxito de Harper (y de lo que lo hizo caer) se debe a los mercados de materias primas. Mientras los precios del petróleo eran altos y los de otros recursos alcanzaban máximos históricos, Canadá se enriqueció mientras otras potencias industriales pagaban demasiado por las materias primas que necesitaban para crecer. Cuando los precios del petróleo se desplomaron, la economía canadiense desaceleró e incluso entró brevemente en recesión este año. Sin embargo, Harper hizo los ajustes necesarios y mantuvo bajos los impuestos. Lo sorprendente es que equilibró el presupuesto antes de lo programado mientras los mercados de materias primas se desplomaban.

Pero los veleidosos electores canadienses estaban hartos. Hartos de los escándalos y de los errores que traen consigo los muchos años de poder sin límites (el sistema parlamentario de Canadá se compone de una rama ejecutiva-legislativa unitaria). Los amigos de Harper no pudieron resistirse a abrevar en las fuentes de los contribuyentes. Aunque el rastro nunca llegó hasta Harper, el escándalo solo profundizó la percepción del público de que el primer ministro, exageradamente frío y calculador (y sí, incluso nixoniano), no tenía buenas intenciones.

A pesar de su éxito, parecía que las políticas de Harper hacían eco del discurso político estadounidense, lo que significa que los canadienses se volverían lo que más temen: algo parecido a sus vecinos rapaces, belicosos y paranoicos del sur. En Canadá, la identidad está ligada a ciertas cosas (el hockey, el servicio de salud universal), pero ninguna tan importante como un leve sentimiento antiestadounidense que tiñe todos los debates políticos en Canadá.

Cuando Harper presentó la ley antiterrorismo conocida como C-51 o Ley Patriota de Canadá, tras los notorios ataques que se inspiraron en el islam radical, los miembros de la extrema izquierda canadiense tildaron al primer ministro de tirano en potencia.

Su inacción ante el cambio climático (maniobra astuta para un estado productor de petróleo) enfureció a los ecologistas. Pero la gota que derramó el vaso fue cuando Harper se pronunció a favor de un Canadá incluyente, pero totalmente occidentalizado y asimilado: prohibió el uso del nicab (el velo que cubre la cara) en las ceremonias de otorgamiento de ciudadanía. El estruendo de los reclamos de la izquierda “culturalmente sensible” fue ensordecedor: las palabras “racista”, “islamófobo” y “antiinmigrante” entraron en el discurso político canadiense usualmente cortés.

Lo que sigue para Canadá es malo para Estados Unidos y particularmente para los conservadores.

Durante el mandato de Harper, Canadá fue un país de las maravillas conservador con balanzas de pagos equilibradas, impuestos cada vez más bajos y una política exterior sólida centrada en derrotar a los terroristas y a los acosadores de todo el mundo. Pero eso seguramente cambiará con el liberal Trudeau, quien promete operar en déficit, retirarse de las operaciones anti-ISIS en Iraq y Siria y volver a entablar lazos con Irán. También quiere llevar a 25.000 refugiados sirios a Canadá.

Es más, aunque el debate sobre el aborto había quedado “resuelto” desde hace una generación gracias a los múltiples fallos de la superizquierdista Suprema Corte canadiense, Trudeau erradicó el disentimiento en el tema del aborto en su partido, en el que solía haber una sólida facción antiaborto.

Sin la guía de Harper, las lecciones del milagro canadiense (sobrevivir a la crisis económica, equilibrar los presupuestos, reducir los trámites burocráticos y los impuestos mientras se mantiene un Estado benefactor sano) se perderán en la historia conforme los liberales de Trudeau emprendan un frenesí de resentimiento y echen por tierra los logros de Canadá.

La política es un juego caprichoso y la fatiga es un fenómeno real. Los logros de Harper terminarán en el basurero de la historia.

Recordemos Ozymandias, el soneto de Shelley, que dice: “¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”.