Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Encuentro. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del aut or.
(CNN Español) – Hay algo que me pone como erizo con estrés postraumático: esa simplificación que se hace de la vida en perdedores y triunfadores. Como si fuéramos caballos de carrera sin tener en cuenta que el éxito muchas veces tiene un vaho profundamente fétido.
Mi vecino suele llamar a su hijo campeón, como si eso lo predestinara al éxito. Como si al chico le gustara el mote y fuera incapaz de detectar que el armazón de su padre necesita más de un andamio.
Pero cómo diablos vamos a exigir a nuestros hijos el éxito a toda costa, como una suerte de fatalidad histórica, de obligación inexcusable, cuando apenas les hablamos del fracaso.
Por no hablar de esa otra obsesión contemporánea: el liderazgo. Ahora resulta que todos podemos y debemos liderar algo. Por Dios…
Usain Bolt, el atleta jamaicano, dice que “la obsesión por el éxito es una tentación al doping”. Si quieren, traduzcan y adapten eso al corre corre cotidiano por brillar. ¿O es que nadie hace trampas para ganar?
En la escuela deberían preparar a los chicos a medir el éxito con el metro de la prudencia; prepararlos para los grandes portazos de la vida, los que se sabe que recibirá cada quien: el desamor, la indiferencia, la incomprensión…
Y que se les prepare además para bregar con ese padre que llama a su hijo campeón mientras embadurna la carne de la barbacoa con una salsa horrible.
¿Y si inventáramos en cada escuela un cuadro de honor donde solo cupieran los perdedores y hasta los sometidos?
Lo he dicho aquí, pero igual lo repito: Gary Cooper solía decir que la felicidad consiste en tener trabajo de día y sueño de noche. El éxito también… para mí.