Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Encuentro. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Yo fui un niño difícil en La Habana eufórica y asediada de los años sesenta.
Curioso que jamás nadie de la familia cuente lo dulce y bueno que pude haber sido. Un pescozón y un grito de mi madre o de un maestro ordenaba el caos que yo propiciaba. Y como a Cuba no había llegado la ola de los síndromes, un niño así no padecía nada. Majadería y punto.
Hoy vivimos en un mundo en el que parece existir un síndrome para cada habitante, para cada circunstancia por rarita que luzca. Por tanto, quien decide ir a contracorriente o desviarse un poco del camino trazado termina bajo el diagnóstico de un síndrome. Y de un psicofármaco, casi siempre.
Si el Quijote viviese en el siglo XXI, estaría hospitalizado y tomando neurolépticos o antipsicóticos para pailar la psicosis reactiva que le habrían diagnosticado. Es lo que sostiene en un informe un psiquiatra español con nombre de burócrata romano —Tiburcio Angosto Saura—, pese a que admite que el Quijote “no parece encajar en ningún diagnóstico”. El hidalgo se curó espontáneamente al final de su vida y eso, según este psiquiatra, es muy propio de los que sufren de psicosis reactiva.
Yo no sé nada de psiquiatría —y se nota—, pero sí sé que justo en el momento en que el Quijote y su escudero están a punto de ser destripados por las aspas de un molino, el hidalgo dice “Ya no puedo más” y empieza a transitar el camino a la cordura. Y es el principio del fin de un hombre que, tras confundirlo todo, reinventa un mundo. Cuando la razón se abre paso entre la bruma del delirio, el Quijote deja de ser lo que siempre ha sido y se convierte en uno más. Como cada uno de nosotros.