En su vientre redondo, Olga Milena García, de 29 años, sintió patear a su bebé en gestación, del que en ese entonces todavía no sabía el sexo. En ese momento Edison Gómez, de 60 años, posó con cuidado su larga mano sobre el ligero vestido rosa de Olga para sentir al niño. Se rio y dijo: “Se me sale ese niño, y me pega”.
Hoy, Edison es amigo y compañero de trabajo comunitario de Olga en el distrito de Aguablanca, en Cali. Pero hace 11 años era el mando guerrillero del frente del Ejército de Liberación Nacional (ELN, la segunda guerrilla más grande del país) que la privó de su libertad durante varias horas en una zona retirada de Nariño, al suroccidente de Colombia.
Con esas mismas manos extensas de color ceniciento Edison ordenó a hombres armados con fusil quitarles los equipos al grupo de trabajadores del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE) del que hacía parte Olga y que realizaba un censo en la zona.
¿Cómo pasaron de ‘víctima y victimario’ a la amistad?
Recuento de una retención
Las historias de Olga y Edison se cruzaron por primera vez en el río Telembí, cerca de Barbacoas, Nariño, en el suroccidente de Colombia, en 2005.
En ese momento, sobre la superficie, no pasaba de ser una nueva interacción entre el líder de un grupo insurgente y una de las tantas víctimas del conflicto más largo del continente. Un encuentro al que los pobladores de la zona, como Olga, desafortunadamente ya estaban acostumbrados.
La historia de Edison es así: nació en Buga, es el mayor de siete hermanos y desde joven se mostró líder en el Colegio Académico de esa ciudad del Valle del Cauca. Siendo estudiante se interesó —apasionó, acaso— en los ideales de Camilo Torres (sacerdote católico, precursor de la sociología en Colombia y guerrillero del ELN) y pasó a integrar el frente urbano Omaira Montoya del ELN en Cali, una guerrilla fundada en 1964 por estudiantes, influenciados por la Revolución cubana y con doctrina marxista. Fue empleado y líder sindical de la Siderúrgica del Pacífico (Sidelpa) y de las Empresas Municipales de Cali (Emcali). Fue despedido y presionado en varias ocasiones por sus protestas sindicales. Protagonizó la toma sindical del Centro Administrativo Municipal (CAM) en 1997 condenando la privatización de Emcali.
Cansado de lo que él llama persecuciones y amenazas y de ver morir o huir del país a sus compañeros de lucha, tomó la decisión en 2000 de “subir al monte” y formar parte activa como combatiente del ELN. Desde ese momento pasó a enseñar la ideología social de la guerrilla a los insurgentes y a liderar los que él describe como proyectos sociales: construcción de puestos de salud, de escuelas, de poliderpotivos y la instalación de servicio eléctrico en veredas olvidadas por la infraestructura estatal. Tras un enfrentamiento con las autodefensas y la consecuente obtención de armamento de paramilitares —un éxito militar para un ‘profesor’—, llegó a ser el tercero al mando del frente guerrillero Comuneros del Sur.
Si bien no era un jefe militar, Edison sí formaba parte de una guerrilla revolucionaria que durante décadas ha sido responsable de atentados a infraestructura —como explosiones en oleoductos—, secuestros y ataques contra la fuerza pública como la que dejó 12 uniformados muertos en 2015. Es, además, el grupo armado que más coloca minas antipersonal, según un estudio del Centro de Memoria Histórica.
Fue en la época de protagonismo en el frente guerrillero en que la vida de Edison se cruzó por primera vez con la de Olga, hermana de cinco y madre de un niño de dos años y medio, una joven en busca de oportunidades laborales en una zona azotada por el conflicto, el abandono institucional y la violencia de los grupos armados. Una mujer que trabajaba por un sustento para su familia. Se unió al DANE como encuestadora para censar a la población rural de su pueblo y, junto con decenas de compañeros y un supervisor, recorría el litoral del Telembí con documentación y equipos de GPS en mano cuando aparecieron los guerrilleros.
Olga conocía bien, como el resto, los riesgos. Sabía, como todos, de la presencia de grupos armados. Pero eso día ella ni sus compañeros los habían visto. Hasta que ellos, los guerrilleros, los vieron a ellos.
Sintió pánico, pero decidió asumir la situación con la calma que el momento se lo permitía. Los guerrilleros, desde canoas en el río Telembí, los interceptaron, les quitaron equipos y documentos de identidad y se los llevaron a un caserío.
“Sentía nervios, pánico. Sabíamos que nos iban a llevar a otro lugar. Pero no sabíamos qué nos iba a pasar”.
Olga recuerda el momento con angustia. “Pensamos: de acá no regresamos más. Nos matan. Eso es lo que dicen por allá, que todas las personas que retiene la guerrilla las matan; o que iban a pedir rescate, algo de plata. Nosotros, como trabajadores, no teníamos”.
El mando guerrillero que ordenó la retención era Edison. A Olga, desde luego, no le importaba ese nombre. Solo le importaba que ese hombre los dejara ir a salvo. Y lo hizo: Edison Gómez retuvo durante tres horas a los trabajadores del DANE y luego les devolvió los documentos, se quedó con los equipos GPS y los dejó marcharse.
Retención. Algunos —no Edison, no Olga— dicen que fue secuestro. Fue, en todo caso, una privación de libertad.
“No fue un secuestro, fue una retención por tres horas porque el DANE se había metido a una zona de la jurisdicción del ELN y estaba haciendo un censo sin pedir la autorización debida”, dice Edison.
Sea como fuere, Olga y Edison terminaron su primer acto, no se volvieron a ver y cada uno siguió, cómo no, viviendo su parte en la guerra.
A Olga le correspondió seguir siendo víctima: un tiempo después, trabajando en las brigadas de salud del hospital de Barbacoas, vivió un segundo episodio con “el otro grupo insurgente”, como lo llama ella: las FARC. Una cuadrilla de esa guerrilla, diezmada por el intenso combate con paramilitares en el área —una zona indígena—, ‘pidió’ al personal médico salvar con urgencia a un comandante herido. Pero al guerrillero —“al que querían mucho”, recuerda Olga— no lo pudieron salvar.
Como si fuera poco, se enteró después de que una de sus hermanas se había “ido con un guerrillero”. Su madre, cansada de que las hijas vivieran con temor, sin trabajo y en medio de una guerra sin rumbo, decidió sacar a las mayores del pueblo. Olga Milena se fue a Cali con su hijo pequeño y, de esa forma, se convirtió en una desplazada más de la violencia en Colombia.
Edison, por su parte, continuó con su actividad ideológica y social en la guerrilla: “En cuatro veredas del municipio de El Vergel logré colocar la energía (…) En Samaniego logramos que la comunidad eligiera sus miembros en el concejo municipal, campesinos ‘de carne y hueso’”, recuerda, orgulloso.
Dice que, además de aquél enfrentamiento triunfal contra las autodefensas, solo participó en otros dos, en “la mal llamada guerra entre FARC y ELN”, como la describe. Según él, fue solo en esos momentos en que disparó un fusil y que no sabe —pero no cree, al menos no de forma premeditada— si mató a alguien. Y dice, finalmente, que ese enfrentamiento entre guerrillas lo dejó cansado, frustrado con una pelea que no era la que pretendía dar.
En 2009, operando en la Bota Caucana, él y sus guerrilleros fueron capturados en la vereda La Esperanza por el Ejército y enviados al batallón José Hilario López en Popayán. Allí, las autoridades le plantearon dos opciones: cárcel o desmovilización. Pidió 15 minutos para hablar con sus subalternos y les dijo que se desmovilizaran pero que él, como mando, no podía hacerlo. “Pero lo que uno enseña se lo aplican, y ahí me lo aplicaron los jóvenes: ‘o todos en la cama o todos en el suelo’”.
Y se desmovilizó.
El reencuentro: la reintegración
En 2013, durante un taller de formación ciudadana de la Agencia Colombiana de la Reintegración (ACR), ocurrió el inesperado encuentro. Olga Milena —quien había empezado a trabajar activamente por el desarrollo de su nueva comunidad en Aguablanca, una zona plagada de delincuencia y violencia— escuchó a un hombre mayor contar su exitosa experiencia de reintegración bajo la tutela de la ACR. Luego, ella contó su traumática experiencia de retención en Barbacoas.
“¿Cómo la trató el mando?”, le preguntó el exguerrillero.
“Bien, lo único fue el susto”, dijo Olga Milena.
“¿Sabe quién era el que estaba al mando?”.
“No”.
“Ese mando fui yo”, dijo Edison.
Este mundo es un pañuelo, dicen, ahora, ambos.
Olga dice que no sintió temor al reconocer a su victimario. “Para uno como víctima es importante saber que la persona [que ha cometido una falta] reconozca y se arrepienta de lo que hizo y esté en un proceso de reconciliación”. Para ella, Edison merecía una segunda oportunidad.
El proceso de reintegración —que formalmente suele durar seis años y medio—implica, exige, pedir perdón. Y así lo ha hecho Edison en varias ocasiones y escenarios. Así lo hizo ese día ante Olga.
¿Y ella lo perdonó? “Sí, creo que a don Edison lo he perdonado”, dice Olga, sonriendo por lo que ahora parece evidente: son amigos y colegas.
¿Es fácil? No. Para reintegrarse y pedir perdón, Edison tuvo al menos cuatro años de seguimiento psicosocial. Tras migrar como desplazada de la violencia y para perdonar, Olga también recibió ayuda psicológica. Edison vive con ese monstruo pesado e inevitable de la estigmatización que le impidió por un buen tiempo, como a muchos de los reintegrados, conseguir empleo. Olga vive con el difícil conflicto de ser víctima que trabaja con quien fue su victimario en medio de una sociedad que aún desconoce los mecanismos de un sistema de perdón exitoso.
Como parte de su proceso de reintegración, Edison pasó por una ruta definida por la ACR durante más de trece años de trabajo en el país: el registro en el Comité Operativo para la Dejación de Armas (CODA), atención de salud, atención psicosocial —un elemento transversal durante todo el proceso—, educación, formación para el trabajo, inserción económica, servicio social y asistencia jurídica. Edison asumió su papel a cabalidad, hizo el proceso de reintegración, no volvió a delinquir y, por el contrario, se convirtió en un líder ejemplar. Tanto, que es parte del equipo de la ACR en Cali y fue reconocido como uno de los ‘Mejores Líderes de Colombia 2015’ por la revista Semana y la Fundación Liderazgo y Democracia.
Es Olga la primera quien lo describe así: “Es un buen líder. Es una persona a la que le gusta trabajar por la comunidad”. Quizá sea ese reconocimiento, el de quien fue víctima, el más valioso.
Como Edison, en este momento hay alrededor de 17.250 desmovilizados en proceso de reintegración, según cifras de la ACR: 8.574 de las antiguas Autodefensas Unidas de Colombia, 7.233 de las FARC, 1.330 del ELN y 123 de otros grupos.
Desde entonces Olga trabaja en el consultorio jurídico del proyecto encabezado por Edison como parte de su proceso: el Centro Integral de Promoción de Derechos ‘Sol de Oriente’, que ofrece servicios jurídicos y psicológicos totalmente gratuitos a la comunidad del barrio Mojica y desarrolla actividades de reconciliación, una iniciativa para promover el perdón en un sector vulnerable en busca de ejemplos de paz.
Y Olga está feliz: está viendo cambios en su barrio, en su cuidad, y al hablar del legado que les está dejando a su hijos —el que ahora tiene 13 y el que crece dentro de ella— muestra su sonrisa sincera de dientes blancos con frenillos. La sonrisa de alguien sin rencor.
La paz de las personas comunes
Tras 35 años de militancia, nueve como combatiente, Edison tiene claro que el cambio social se da con el ejemplo y no con balas: “Los años que estuve allá me pude dar cuenta de que las armas no llevan sino a que nos destruyamos más, a que creemos más odios, más desastres. No es la solución”. Hoy cree que el ELN debe dar la lucha ideológica “en franca lid”, sin peleas, sin armas.
Y Olga, ahora con un título técnico en Sistemas, ejerciendo un papel destacado en su comunidad y un nuevo bebé, sabe que la clave es involucrar a los escépticos que la rodean: “Queremos que en la comunidad haya cambios para niños, jóvenes y adultos: que tengan otra forma de pensar y un ejemplo a seguir como el de nosotros”.
Un ejemplo como el de ellos, el de Olga y Edison.
De la mano, ambos les enseñan a los niños de Aguablanca que pueden crecer con alternativas diferentes a la violencia, que los conflictos se resuelven con diálogo y que la mejor arma para salir de la pobreza no es un fusil, sino la educación.
“Esta paz la tenemos que lograr”, dice Edison. “De pronto yo no la vea. Pero sí aspiro a que por lo menos mis nietos y las futuras generaciones vivan en un país más tranquilo”.
Es la paz que desde hoy personas como Edison y Olga están construyendo, dicen, para que el hijo de ella no sea uno más de los 250.000 menores afectados por el conflicto desde 2013 ni de los 2,5 millones desde 1985. No es la paz de los grandes acuerdos. Es la paz de las personas comunes, de las personas que piden perdón de frente a sus víctimas y de las que perdonan de frente a sus victimarios. Sin rodeos, sin más garantía que la palabra.