Todos los colombianos queremos la paz, excepto los que ilegalmente andan con fusiles y pretenden extorsionar a la sociedad con la seductora propuesta de que ellos quieren la paz, y que por lo tanto, si la sociedad quiere que dejen de ejercer violencia, tendrá que otorgarles una larga lista de concesiones.
El debate en Colombia es precisamente este: ¿cómo llegar a la paz? El gobierno considera que se debe ceder ante las pretensiones de los violentos, darles lo que piden para que dejen de matarnos. Quienes nos oponemos a esta concepción, consideramos que concederle impunidad a los violentos y premiarlos con representación política no contribuye a la paz de Colombia. Da un mal ejemplo a la sociedad, le dice que el crimen paga, que si se es suficientemente hábil se pueden negociar las penas, y olvidar los crímenes. El premio al crimen, alienta nuevos criminales.
El gobierno ha venido haciendo grandes concesiones para lograr que las FARC firmen un acuerdo, y vamos a suponer que lo consiguen. Ese logro aunque puede tener algún efecto positivo, creo que tendrá muchos más resultados negativos, precisamente por los excesos en las concesiones otorgadas, que a continuación explico.
Los responsables de crímenes atroces y de lesa humanidad deberán simplemente confesar sus delitos y les impondrán algún tipo de medida que en ningún caso será cárcel. Además, podrán tener representación política, a diferencia de cualquier otro colombiano que si es condenado a pena privativa de la libertad pierde la posibilidad de aspirar a cargos políticos. No habrá extradición por delitos del conflicto, con lo que es de esperar que el narcotráfico también quede impune. Esta confesión deberá ser realizada ante el Tribunal de Paz -creado por los acuerdos- cuyos magistrados serán elegidos con un mecanismo convenido entre las FARC y el Gobierno.
Para mí, es evidente que estamos ante un proceso de total impunidad. No habrá ni un solo día de cárcel para los responsables de los más terribles crímenes, que pasarán a la política. Lo que es peor, una organización catalogada como terrorista, que ha sembrado miedo y dolor, va a tener la posibilidad de definir la selección de los jueces, no solo para encargarse de sus causas, sino para juzgar a todos los colombianos. Esta institucionalidad ha sido calificada como la entrega del país por el expresidente Andrés Pastrana.
El acuerdo dice que el tribunal se aplica a: “quienes participaron de manera directa o indirecta en el conflicto armado interno, respecto a hechos cometidos en el marco del mismo y durante este.” ¿Cualquier civil o militar podrá ser juzgado? La pregunta es importante pues todos los colombianos hemos tenido que ver de manera directa o indirecta. El tribunal no tiene límite temporal, así que podrá revisar casos en juzgamiento o ya juzgados -para bajar penas- en materia penal, disciplinaria y administrativa. El tribunal es además el encargado de proferir indultos o amnistías. Sus decisiones serán en única instancia y sin ninguna revisión o apelación posible. ¿Será entonces, un órgano superior a todas las Cortes hoy existentes? ¿Cambiaremos la justicia actual por los tribunales propuestos en La Habana por terroristas?
El procedimiento también parece diseñado para favorecer a las FARC. Quien sea juzgado tendrá la posibilidad de quedar libre si confiesa el delito; o asumir un juicio. Si es vencido pagará de 15 a 20 años de cárcel, y una confesión extemporánea (durante el proceso y no al inicio) da una pena de cárcel de 5 a 8 años.
Tengo la impresión de que el Tribunal de Paz podría dar lugar a persecuciones judiciales para silenciar voces críticas. Los jueces seleccionados por las FARC y el Gobierno, además de los mecanismos de prueba también pactados entre Gobierno y FARC- podrían dar pocas garantías y representar una amenaza, en especial, para la oposición política y las fuerzas armadas. Me parece que quien se oponga a las Farc podría ser fácilmente condenado, o por lo menos estar bajo la amenaza del juzgamiento, pues en Colombia no somos ajenos a la utilización de la justicia como una herramienta de persecución política.
Así las cosas esta jurisdicción podría ser un mecanismo idóneo para perseguir a los disidentes y lograr el anhelo de que todos los colombianos se declaren culpables o se silencien. El temor a una condena de 20 años facilitará que se confiesen delitos sin haberse cometido. Solo quienes no confiesen irán a la cárcel, serán seguramente inocentes pero condenados. Quienes queden libres habrán confesado ser criminales. Con todos los colombianos como criminales ya nadie tendrá culpa en lo que ha sucedido. Las FARC habrán probado que su causa ha sido justa, y con ello legitiman su participación en la política.
Las víctimas tendrán que soportar que los victimarios sobre el uniforme lleno de sangre se cuelguen las insignias de los cargos públicos que ocuparán. ¿Qué sentirá una madre al ver al asesino de su hija como alcalde de su pueblo?
La injusticia no permite el perdón, por el contrario lo dificulta. En el debate colombiano parecen haberse confundido el nivel institucional con el personal. El perdón y la reconciliación son eventos privados sobre los cuales el Estado no puede decidir. Hace parte de la esfera íntima del sujeto. Incluso aun queriéndolo una persona puede no perdonar o no querer perdonar y esos sentimientos son suyos y legítimos.
Las instituciones, en cambio, existen para solucionar los conflictos de manera pacífica. Cada ciudadano renuncia a ejercer violencia por su propia mano, y el Estado administra justicia; juzga y aplica la sanción. Permite que los ciudadanos se liberen de sentimientos de frustración y rabia. Al mismo tiempo, el sistema permite pagar un castigo y regresar a la sociedad habiéndolo saldado.
El perdón, en mi opinión, es más fácil para las víctimas cuando el victimario ha sido sancionado. Es mas sencillo recomponer el tejido social cuando la justicia impera y crece la confianza.
En el nombre de la paz no pueden exigirle a los ciudadanos que renuncien a su sentido de lo justo (tal vez lo único que nos distingue de otros animales). La moralidad humana tiene una de sus manifestaciones en la ley; cumplirla no debería depender de la fuerza del Estado para imponerla; tampoco de la fuerza del criminal para resistirse.
No creo que la violencia en Colombia vaya a cesar, si se nos vuelve a decir que cuando el Estado es incapaz de doblegar a los violentos, o los violentos son demasiado poderosos, estos se hacen acreedores al perdón total y al premio. Aún suponiendo que todos los integrantes de las FARC entregan las armas y se desmovilizan, los negocios de narcotráfico, minería ilegal y extorsión generarán recursos para financiar la violencia que requiere la ilegalidad. Más ahora que las políticas permisivas del gobierno han consentido que seamos nuevamente el primer productor de cocaína del mundo y que los cultivos ilícitos alcancen la cifra record de 159.000 hectáreas.
Terminaremos como El Salvador donde en nombre de la paz se otorgó impunidad y premio a los violentos, solo para reemplazarlos por otros. Dejándoles hoy a merced de las Maras que reclutan niños desde los 12 años, causan 300 mil desplazados y una tasa de homicidios de 100/100 mil habitantes. Así ocurrió ya en Colombia. Después de la impunidad otorgada en la década de los 80 se hizo una nueva Constitución con la promesa de la paz. Vinieron los 90s con la mayor violencia de la historia reciente del país. Tengo la firme convicción de que la violencia se debió al mensaje de impunidad enviado. Como creo también, que el paro armado decretado del 31 de marzo al 1 de abril, por la banda criminal “Los Urabeños” sobre un amplio territorio (4 departamentos) y que no pudo ser contenido por el Estado, muestra que de esta negociación no saldrá la paz.
Cambiaremos el nombre de los violentos, de las FARC a los Urabeños; pues los criminales en Colombia han recibido ese mensaje. La violencia continuará alentada por una negociación futura, que se garantizará si exponen un discurso político y logran imponer su fuerza sobre la del Estado.
La paz debe respetar los derechos de las víctimas; el principal es poder exigir el castigo para los victimarios.
Premiar a los violentos humilla la memoria de los muertos, da la impresión de que estuvo bien matar, y con ello, compromete el futuro de todos, pues invita a nuevas violencias.