CNNE 298719 - spain-politics-vote

Es de Perogrullo. En España ganan los conservadores porque España es conservadora. De hecho, se trata de un conservadurismo integrado a la cultura, no siempre reaccionario, sino de una cautela derivada de influencias duraderas, como las de la fe y las infaustas experiencias y decepciones provenientes de la política.

La España añosa tiene miedo; la rondan demasiados fantasmas: Franco, la República, y sobre todo, la Guerra Civil. Mientras, la juventud está más decepcionada que cautivada por nuevas propuestas. Ese y no otro es el país real que difícilmente se embarque en una aventura de izquierda, al menos por ahora.

A sus propias experiencias se suman lecciones y reveses de los países de Europa Oriental y la Unión Soviética, y ejemplos recientes como los de Venezuela, Argentina, Brasil y otros, que reciben en aquel país una desmesurada publicidad. A esas circunstancias se unen las interrogantes del separatismo y las dudas provocadas por el brexit británico.

A los estereotipos ideológicos generados por una combinación de 40 años de dictadura franquista, el anticomunismo de la Guerra Fría, y la respuesta europea al estalinismo que impactó a combatientes y exiliados españoles, se suman algunos problemas de parte de la izquierda, especialmente la de nueva formación, que es excesivamente polémica, que enarbola un apasionado discurso anticapitalista, vehemente crítico de lo establecido, pero que luce incapaz de proponer alternativas atractivas, así como una gobernanza sin traumas y con estabilidad, lo cual es el indicador más querido por liberales y conservadores.

Tampoco basta con señalar las deficiencias de otros partidos y líderes, sino de hacer explicitas y creíbles sus propias capacidades para gobernar un país en crisis. Más que consignas, se necesita un programa sustentado, no en datos, sino en un proyecto de país suficientemente inclusivo como para atraer a toda la sociedad.

El discurso basado en que los más pobres y excluidos serán beneficiados no es suficiente si no existen garantías de que los intereses del resto de la sociedad, incluidas las clases medias, el sector empresarial y financiero, la intelectualidad y otros, no serán perjudicados.

En esa lógica hubo una excepción que se llamó Felipe González, con quien el socialismo de perfil socialdemócrata alcanzó el poder, respaldado por diez millones de votos, y cuatro victorias electorales sucesivas, no por izquierdista sino por su trayectoria de antifranquista moderado, que sin estridencias ni compromisos doctrinarios promovió la modernización del país y la reinserción de España en los escenarios y estructuras europeas e internacionales, entre otros la Unión Europea y la OTAN.

En los ambientes donde se realizaron los primeros compases de la transición española, que aunque imperfecta resolvió las urgencias del retorno a la democracia, proceso en el cual, el franquismo y sus adláteres no tenían nada que ofrecer, el Partido Socialista Obrero Español, representó las mejores opciones porque promovió una transición sin excesivas crispaciones.

Aunque es cierto que los partidos tradicionalmente dominantes en la escena política española han perdido vigencia y respaldo electoral, las formaciones emergentes no logran articular una propuesta suficientemente atractiva y viable, ni presentar un liderazgo capaz de cohesionar en torno suyo a elementos de todas las clases y capas de la sociedad.

De hecho, la crisis española no se expresa solo en las estructuras económicas y políticas, sino en los liderazgos partidistas. Ninguno es suficientemente convincente para congregar mayorías electorales decisivas. Destruir el bipartidismo ha sido más fácil que construir consensos, identificar metas compartidas y concitar nuevas mayorías.