Nota del editor: David Valenzuela es editor de noticias de CNN en Español. Periodista español asentado durante una década en Estados Unidos, fue corresponsal de la Agencia Efe en Nueva York y Naciones Unidas, antes de llegar a CNN hace cuatro años. Puedes seguirlo en su cuenta de Twitter @ValenzuelaCNN.
(CNN Español) – Es imposible recordar cuántas veces ha muerto Fidel Castro antes de morir para siempre este 25 de noviembre. Desde que hace cerca de una década entré a formar parte de una familia cubana que llegó a Estados Unidos por caminos diversos, puedo recordar al menos una decena de ocasiones en las que al comandante se le dio por muerto.
Primero llamadas y mensajes de texto, y después tuits y entradas de Facebook que poco a poco se iban desmintiendo. Bulos de la era de la comunicación. De la adrenalina a la decepción, y últimamente al cansancio. Ése solía ser el camino que seguían las emociones de mi marido una y otra vez.
La casualidad ha querido que la muerte final de Castro nos encontrara solos en Miami. Y también que fuera yo quien le pusiera sobre aviso gracias a Twitter. La incredulidad ha sido la primera reacción. ¿Y cuándo se ha confirmado el deceso? Tranquilidad. Su temple se afianzaba al ritmo en que las alertas iban confirmando la noticia en nuestros celulares. Tres o cuatro mensajes, ni una sola llamada.
Mientras veía en televisión cómo en las aceras de la Pequeña Habana en Miami se agolpaba la gente con banderas y hasta cacerolas, el cubano que tengo más cerca se entristecía. Estampas dispares. Le he preguntado si quería ir al restaurante Versailles –yo me moría de ganas de presenciar una noche histórica en Miami en ese centro de reunión de los cubanos en Florida–, pero él ha preferido meterse en la cama.
Le han llegado más mensajes: banderas cubanas, gritos de Cuba libre y hasta imágenes de los tragos que algunos de sus primos se estaban tomando para conmemorar la partida de Fidel. No lo he visto sonreír. “No es bueno celebrar la muerte de nadie”, ha atinado a decir.
“Pienso en mi abuelo, en que no ha podido vivir esto y eso me pone triste”, ha añadido después. El abuelo Felo murió hace tres años, con más de 90 y con las heridas de la cárcel y el exilio sin poder curarse. Su pecado, no permitir que colgaran propaganda de los revolucionarios en su tienda de víveres mientras Fidel Castro avanzaba hacia La Habana. Su penitencia, estar entre rejas cuatro años apartado de su familia y perder su país. Una vez lo entrevisté para que su familia tuviera documentada su historia, pero no quiso hablarme de esa época. No sé si prefería olvidar, aunque no podía. Su nieto hoy no puede tener más presente su sufrimiento.
Uno de los mensajes que envió mi marido estaba dirigido a una hermana de su abuelo, que como él acabó saliendo de Cuba sin billete de retorno. Quería compartir con ella la noticia, “porque el abuelo no está”. “He pensado en él y en tantos otros. Tantas familias destrozadas”, le ha respondido la tía Zena, para a renglón seguido referirse a Castro: “Que Dios lo perdone. Yo ya le perdoné”.
Un mensaje que a mí me ha dejado sin palabras y a su sobrino lo ha reconfortado en una noche que nunca olvidaremos: calles desiertas en La Habana, otras repletas en Miami y ausencias irreemplazables a ambos lados del estrecho.