(CNN) – Era enero de 2016. Acaricié a Luiz Felipe, de 3 meses, en mi regazo. Rechonchito e indefenso, lo sentí como a mis niños cuando eran bebés. Pero Luiz Felipe nació con una cabeza inusualmente pequeña y un cerebro subdesarrollado.
Estábamos en Recife, en el noroeste de Brasil, para informar sobre la pandemia del virus Zika que había sido relacionada con un aumento de nacimientos de niños con problemas - específicamente con microcefalia. Los médicos ya estaban llamando a los niños “una generación perdida”.
Pasé horas con la productora Flora Charner y el reportero gráfico Miguel Castro - quien a su vez era padre primerizo - en salas de espera y clínicas.
Hablamos suavemente con los padres cuando recibieron el primer diagnóstico de microcefalia. Los pequeños bebés acurrucados apenas comenzaban lo que, se nos dijo, sería una vida de golpes y pruebas y terapia física.
No se suponía que iba a ser así. El 2016 iba a ser la oportunidad de Brasil de brillar en la escena mundial, ya que fue sede de los Juegos Olímpicos de Verano, la primera vez que un país de América Latina lo hacía.
Pero ciertamente no era un buen comienzo para Brasil. Entre noviembre de 2015 y noviembre de 2016 se confirmaron más de 2.000 bebés nacidos con microcefalia. Eso se compara con un par de cientos por año, en promedio.
La enfermedad transmitida por mosquitos afectó a las familias más pobres del noroeste del país, pero rápidamente se extendió a Río de Janeiro, la ciudad anfitriona de los Juegos, durante el auge del verano sudamericano y la celebración del carnaval.
Fuimos de los consultorios médicos a un carnaval lleno de gente, donde los asistentes disfrazados festejaban, bebían y se besuqueaban justo cuando las organizaciones internacionales de salud anunciaban que el zika podía ser transmitido sexualmente y estaba presente en la saliva.
La crisis de zika acabaría siendo uno de los principales factores de disuasión para los potenciales visitantes olímpicos, pero no el único.
Olla de presión política
Mientras el zika avanzaba por el país, el clima político también se calentaba con decenas de miles de personas que salían a las calles en protesta por la corrupción generalizada y exigiendo el derrocamiento de la presidenta Dilma Rousseff.
Rousseff fue reelegida por un estrecho margen en 2014. Pero la economía cayó en una profunda recesión casi tan pronto como se contaron las papeletas. Con el desempleo y la inflación en alza, los brasileños repentinamente se mostraron menos inclinados a ignorar un escándalo de sobornos.
Parecía que cada semana otro líder de negocios “intocable” o jefe político estaba siendo arrestado como parte de la investigación Lava Jato, acusado de pagar o recibir sobornos masivos a cambio de lucrativos contratos con la estatal petrolera Petrobras.
Rousseff no estaba implicada, pero sí los líderes de su Gobierno y de su partido. Inspirados por las protestas públicas, sus oponentes en el Congreso iniciaron un procesos de destitución contra Rousseff, acusándola de romper las leyes presupuestarias para esconder el lamentable estado de la economía.
El país parecía estar desenredándose. Y gracias a los próximos Juegos Olímpicos, el mundo entero estaba observando.
Pasamos nuestros días volando de ida y vuelta entre la capital Brasilia y Río de Janeiro, cuando los líderes electos del país entraron en acalorados debates y violentas protestas estallaron en las calles.
Las tensiones aumentaron. Rousseff le dijo a Christiane Amanpour de CNN en abril que el proceso no era más que un golpe de Estado institucional, impulsado por legisladores acusados de los peores crímenes de corrupción y soborno.
Ese mismo mes, nos sentamos para una exclusiva con Michel Temer, el futuro presidente y el hombre que Rousseff acusó de ser un “conspirador golpista”. Rechazó toda idea de conspiración y habló de “reconciliación” y “pacificación”.
En mayo, el Senado votó para lanzar el juicio de destitución contra Rousseff y fue suspendida. Pero no antes de recibir la antorcha olímpica en Brasil, solo una semana antes.
A sólo 100 días del inicio de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, los problemas se acumulaban. Los temores de zika y el caos político habían erosionado la confianza en Brasil y los juegos, y la venta de entradas era lenta.
Para aquellos que aún planeaban venir, los organizadores no cumplieron con sus promesas de limpiar las aguas. Los marineros, windsurfistas y remeros competirían en vías navegables atascadas con aguas residuales, donde los científicos habían descubierto incluso una super bacteria.
Que empiecen los juegos
Los mismos juegos tuvieron un comienzo irregular. Una espectacular ceremonia de inauguración en el Estadio Maracaná, armada con un presupuesto reducido, fue debilitada por los retrasos en la Villa Olímpica.
Pero entonces el espíritu olímpico entró en acción y todo fue sobre el deporte.
Yo había tenido la suerte de sentir un adelanto de este espíritu semanas antes, cuando corrí con la antorcha olímpica y le pasé la llama a mi amiga y colega de CNN Arwa Damon.
Ese día de julio fue definitivamente el punto culminante de los Juegos Olímpicos para mí. Nos encontramos con la antorcha en la próspera ciudad de Curitiba, en el sur de Brasil. Fue una carrera rápida de 200 metros, pero me recordó lo inspiradores que son los Juegos Olímpicos para tanta gente.
Se podía ver el orgullo en las caras de las personas que se convirtieron en línea de la ruta de la antorcha, y más aún en los portadores de la antorcha, muchos de los cuales habían sido seleccionados debido a las contribuciones que habían hecho a sus propias comunidades.
Desde el velocista Usain Bolt hasta el nadador Michael Phelps, los Juegos de Río estuvieron llenos de momentos dramáticos.
Para mí, la victoria más inspiradora fue la de Rafaela Silva. La luchadora de judo que ganó la primera medalla de oro de Brasil.
Silva creció en las calles de una de las favelas de Río, irónicamente llamada Ciudad de Dios. Cuando ganó esa medalla de oro el país entero estaba celebrando no sólo su historia de éxito desde la pobreza a la riqueza, sino el triunfo de Brasil de superar las expectativas y de llevar a cabo con gran éxito los juegos.
Al final, el mayor escándalo en los Juegos Olímpicos de Río fue perpetrado por el nadador estadounidense Ryan Lochte. Afirmó que él y sus compañeros habían sido robados a punta de pistola después de una fiesta, pero más tarde admitió que exageró la historia después de que una investigación policial reveló que había vandalizado una gasolinera y discutió con los guardias de seguridad.
Un accidente mortal
Para Río y Brasil, el final de los Juegos Olímpicos fue seguido por un nuevo período de turbulencia.
Rousseff fue oficialmente acusada días después de que terminaran los juegos. El presidente Temer instaló el primer gabinete masculino en décadas y la investigación Lava Jato siguió implicando a políticos tanto en el Partido de los Trabajadores de Rousseff como en el centrista PMDB de Temer.
Y mientras el turbulento año del país estaba cada vez más cerca de un cierre plagado de escándalos, la gran tragedia golpeó.
Un avión que transportaba al equipo de fútbol Chapecoense –que iba a competir en la final de la Copa América por primera vez– se estrelló en las montañas a finales de noviembre en las afueras de Medellín, Colombia.
Setenta y una personas murieron y sólo seis sobrevivieron, una trágica vuelta de los acontecimientos en la historia de Cenicienta de un equipo de campeones improbables. Fue también un golpe devastador para el propio Brasil, una nación que se aferraba nuevamente a historias de éxito y modelos en tiempos difíciles.
Nos encontramos buscando respuestas en Colombia, visitando el sitio del accidente en las montañas cerca de Medellín y hablando con los investigadores en el terreno mientras mi colega Don Riddell hablaba con las familias en duelo en Chapecó, Brasil, la ciudad natal del equipo.
Mientras el país estaba de luto, el Congreso votó para modificar un proyecto de ley contra la corrupción. Si se aprobaba, se erosionaban los poderes de los jueces y fiscales que dirigen la investigación Lava Jato, lo que probablemente hará la vida mucho más fácil para los legisladores bajo investigación.
Para el 2017, las perspectivas de Brasil no son buenas. Las tensiones políticas se están acalorando de nuevo, la economía está paralizada y nos estamos preparando para otra temporada de mosquitos. Pero esta vez, ¿estará el mundo viendo?