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Nota del editor: Sebastián Riomalo trabajó como analista económico para el Fondo de Población de las Naciones Unidas en Beijing y tiene una cátedra en la Universidad de los Andes (Colombia) sobre temas afines. Estando en China, lideró proyectos en temas relacionados con política pública y el impacto socioeconómico de las transiciones demográficas. Es economista y abogado, tiene una Maestría en Políticas Públicas de la Universidad de Pekín y otra en Administración Pública y Gobierno del London School of Economics. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.

(CNN Español) – Chen Hao sonríe al mostrar la foto de su nieto de cuatro años en un celular viejo. Luego de explayarse sobre lo mucho que él ha crecido en las últimas semanas, me confiesa que solo lo ha visto una vez desde su nacimiento. El niño vive en un municipio remoto de Sichuan a donde se llega desde Beijing después de 20 horas de buses y trenes. Pero Chen está tranquila: luego de más de tres décadas trabajando como aseadora en la capital ha decidido retornar a su pueblo natal.

Chen, de 55 años y manos ásperas que denotan firmeza, hace parte de la generación de migrantes internos que construyó ladrillo a ladrillo la China moderna. Desde 1980, a la par que se liberalizaba la economía, el gobierno decidió flexibilizar su postura sobre la movilización de las masas de una región a la otra. Antes, por miedo a que no se produjera suficiente alimento para saciar al país más poblado del planeta, se había limitado fuertemente la migración al interior del país.

Tal era la brecha entre los salarios en el campo y la ciudad, que las olas migratorias, así como los beneficios asociados a ellas, fueron monumentales. Las ciudades costeras que comenzaban a exportar manufacturas de bajo costo lograron suplir su demanda por mano de obra barata. Quienes migraban obtuvieron ingresos superiores, aunque menores a los de los locales. Y el gobierno le dio dinamismo a la economía y facilitó una mejora en la calidad de vida de sus habitantes. A 2016 la población flotante, definida como los trabajadores rurales que laboran en las ciudades, se estimaba en 282 millones de personas. Como si toda la población de Brasil y México fuera móvil.

Un dragón en movimiento fluctuante

El flujo constante –casi inagotable– de la mano de obra rural es uno de los factores principales detrás del espectacular crecimiento económico de China y sus avances sociales. Los migrantes contribuyeron un 16% de todo el crecimiento económico chino de las últimas tres décadas. Ese mismo crecimiento que catapultó a cerca de 500 millones a salir de la pobreza durante este período.

Con todo, el Gobierno ha mantenido políticas que limitan el asentamiento permanente de la población flotante. Por miedo a que la migración afecte la seguridad en las ciudades más pudientes o desborde los servicios sociales, el acceso subsidiado a estos está condicionado a tener un hukou local: una especie de pasaporte interno que indica de dónde se es oriundo.

Chen, a pesar de 30 años de pagar los impuestos locales, no tiene hukou de Beijing. Cada vez que asiste a un hospital en la capital debe pagar una altísima cuenta médica. Una enfermedad que la incapacite por dos semanas puede fácilmente costarle los ahorros de un año. Sus hijos tampoco pueden asistir al colegio en Beijing: de ahí que toda su descendencia tenga que vivir en su pueblo en Sichuan, donde la calidad de la educación es mucho menor. En la última década, la familia solo se ha reencontrado dos veces. 

Pero el fraccionamiento familiar y la discriminación tienen un límite. Así como Chen, hay millones de migrantes que han decidido retornar a su tierra de origen. En el agregado, la población flotante sigue en aumento, pero su tasa de crecimiento ha venido disminuyendo: pasó de 5,5% en 2010 a 1,3% en 2015. El tipo de migración también viene cambiando: el número de migrantes que trabajan cerca a su lugar de origen está creciendo casi 7 veces más rápido que el de los que migran a lugares lejanos.

Dos factores adicionales inciden en el cambio. A la par que envejece la población china, el migrante promedio también envejece. El 45% de los migrantes rurales tiene más de 40 años: una edad oportuna para volver a donde se tiene fácil acceso a servicios de salud. Además, dada una mejora en la productividad nacional y la escasez de trabajadores en las ciudades menos pudientes y en el campo, los salarios allá han mejorado y la brecha con los de Shanghai y Beijing ya no son tan grandes.

Las consecuencias de esta transformación serán de largo alcance. Anteriormente, los mayores beneficiarios de la migración eran las empresas y las grandes ciudades: las primeras obtenían altas ganancias a costa de bajos salarios y, las segundas, una fuerza de trabajo joven que llegaba a pagar impuestos. Ahora habrá nuevos favorecidos: los otrora migrantes recibirán un ingreso suficiente sin tener que estar lejos de casa; y las pequeñas y medianas ciudades tendrán una economía más pujante ante la llegada de una mano de obra calificada que ahora retorna.

Eso sí, para el país se abre un nuevo reto social: el de encontrar un nuevo modelo de desarrollo que dependa menos de las exportaciones y la inversión de las empresas y más del consumo de los habitantes. En el proceso puede que miles de fábricas dependientes de los bajos salarios tengan que cerrar y millones se queden desempleados. El Gobierno tendrá que ser más cuidadoso a futuro.

A Chen, aun así, no le preocupa tanto lo que haya de venir. Para ella, el ciclo ha finalizado. Ante la pregunta de en dónde cree que vivirá su nieto cuando crezca, me responde con incertidumbre: “No lo sé, pero no necesariamente lejos de casa. Beijing ya no es un paso obligado”.