CNNE 509827 - peru-vizcarra-resignation

Nota del editor: Mariano Schuster es periodista y editor. Jefe de redacción del diario español La Vanguardia y editor en Nueva Sociedad, revista latinoamericana de ciencias sociales abierta a las corrientes de pensamiento progresista, que aboga por el desarrollo de la democracia política, económica y social en la región. Editor de la Nueva Revista Socialista. Columnista del suplemento de ideas del diario La Nación y colaborador de Panamá Revista. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.

(CNN Español) – A Pedro Pablo Kuczynski Godard no le sirvió de nada su segundo apellido. Fue incapaz de realizar una toma cinematográfica para atrincherarse en su cargo. El ahora expresidente de Perú, apenas pudo hacer un discurso para anunciar su partida y mostrar su rostro adusto, reconociendo que ese era el final. Aunque por sus venas corre la sangre Godard, él no es como su primo, el cineasta Jean Luc. El final de su película no tuvo ninguna magia ni ninguna épica.

Kuczynski, el millonario que hizo carrera en el Banco Mundial y que amasó una fortuna con sus variadas empresas, resultó asediado por denuncias de corrupción. Manchó su imagen de “empresario impoluto”. Exterminó toda posibilidad de cambio. Y, aunque por el momento la justicia lo considera un testigo, podría engrosar la lista de presidentes que han terminado con problemas en los tribunales. En Perú parece haber una maldición que nunca acaba. La que involucra corrupción, poder económico, pactos espurios y posibles finales judiciales.

Un escándalo de presunta compra de votos a Kenji Fujimori acabó con Kuczynski. En diciembre intentaba salvarse de una votación para destituirlo. Lo consiguió una vez. Pero ya no pudo sostenerse. Kuczynski estaba cercado. La cuerda sobe la que se sostenía era tironeada por el caso Odebrecht. El indulto a Alberto Fujimori, el viejo autócrata, no le alcanzó. Perdió el apoyo de la izquierda antifujimorista que lo había elegido para evitar la llegada de la hija del dictador a la presidencia. Perdió la gobernabilidad que le otorgaba el fujimorismo –línea Keiko— que filtró los videos que exhibían a su gobierno negociando con Kenji. El gobierno, por supuesto, negó estar involucrado en la que sería una compra de votos. Antes de perder una votación sobre su continuidad, sacó los pies del barco y se hundió en el mar de la derrota asumida.

Su vicepresidente, Martín Vizcarra, apuró el trámite. Aunque algunos de sus compañeros le pidieron la renuncia por “lealtad a Kuczynski”, pudo más la ambición. Este hombre sin partido, considerado el creador del “milagro educativo” en Moquegua – una de las regiones más competitivas del país–, asume un poder que todavía no tiene. Lo hace afirmando, como todos, su deber con la patria. Lo hace ocultando, acaso, su vocación de mando. “Este punto final es el punto de partida de una nueva etapa, de refundación institucional del país en que la democracia y el respeto por el prójimo sean banderas; dejando de lado los intereses y apetitos personales y priorizando el bienestar de todos” – dijo en su discurso de toma de posesión, repitiendo palabras demasiado conocidas.

Mientras el carnaval de la política se reproduce, Keiko Fujimori sonríe. Aunque la suya es una media sonrisa. Acaba de arrojar al suelo a su hermano Kenji, mostrando sus posibles negocios con el gobierno de Kuczynski. Pero en el ring, ella también tiene heridas. Las que le propinó el empresario Marcelo Odebrecht, al acusarla de haber recibido dinero de la constructora que lleva su nombre – algo que ella asegura es falso—. Keiko quiere, sin embargo y a toda costa, alcanzar el poder. La acecha Odebrecht pero la impulsa la desmedida ambición. Su panorama está abierto. Aún con su historia de sangre, de corrupción y de políticas de ajuste a los más débiles, el fujimorismo resiste. En cada elección refleja un piso de votos del 25%. Keiko lo sabe y también lo utiliza: a su rehén, Kuczynski, lo hizo saltar por los aires.

Martín Vizcara, el hombre que lleva ahora la banda presidencial, vivirá en el insomnio. Debe conformar un gabinete abierto y de consenso. Es decir, no molestar demasiado a nadie. No agradar lo suficiente a ninguno. O todo eso a la vez. Pero el poder de Keiko Fujimori y Fuerza Popular acechan: el exvicepresidente y exembajador en Canadá podría ser solo un nuevo rehén de la hija de Alberto, el dictador indultado. Sobre él recaerán, además, las demandas de una ciudadanía harta y abatida.

Esa ciudadanía ha salido a la calle. El grito común es “Que se vayan todos”, una especie de lema que expresa la bronca y la angustia. Del dictador indultado de forma “humanitaria”, recuerdan la violencia indiscriminada, la corrupción y el patético autogolpe. De Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala les queda el regusto amargo del incumplimiento y corrupción.

La película de Pedro Pablo Kuczynski acabó mal. Terminó fuera del poder y con un pedido de la Fiscalía de que se le impida salir del país. ¿Terminará tras las rejas? El papa Francisco, que hace solo unos meses pisó suelo peruano en visita oficial, ya hizo la pregunta: “¿Qué le pasa al Perú que cada vez que sale un presidente va preso?”

El problema, más que la película de Kuczynski, es la novela del Perú. Esa novela trágica que, por lo menos desde 1990, se cocina con dinero sucio y pactos de espaldas a la ciudadanía. En otra novela, una verdaderamente literaria, Mario Vargas Llosa se preguntaba “en qué momento se había jodido el Perú”. Probablemente los ciudadanos lo sepan. Probablemente tengan algo que decir. Ojalá pudieran definir el momento de su final. El momento de empezar una nueva. Y mejor.