Nota del editor: Wendy Guerra es una escritora, poeta y novelista de Cuba que vive en la isla. Autora de varios libros traducidos en diferentes idiomas. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Desde temprana edad supe que la música brasilera y la cubana eran verdaderos pilares rítmicos y melódicos de nuestro continente.
En entrevistas ofrecidas por ilustres musicólogos, críticos y académicos latinos, americanos y europeos se distingue nuestra música como patrimonio sonoro de la humanidad, como la declaró la UNESCO.
Recuerdo a figuras como Chico Buarque, Oscar de León, Sting o David Byrne expresar su profunda admiración por el acervo de un país que conservó con pureza sus más preciadas joyas: el danzón, el son, el bolero, el mambo, el chachachá o la rumba.
¿Por qué estos géneros se mantuvieron intocados durante el siglo XX y parte del XXI?
El aislamiento de estos años nos concentró en mover los pies en un solo ladrillito, así transcurrimos, sin salirnos demasiado del círculo de acción, absortos en desarrollar códigos intrínsecos y narrativas propias que marcaban o dispersaban una maciza y contundente realidad. El Mozambique, de Peyo el Afrocán, fue un género que ilustra una zona bien particular de este proceso histórico.
La crónica urbana de Juan Formell y Los Van Van, la canción política, la música popular latinoamericana recreada en las escuelas, brotaba de un vívido momento que, al condensarse, encontraba un nuevo lenguaje en el legado latinoamericano. La resistencia, el embargo, las guerrillas, el cambio social, el amor y la muerte se volvieron temas centrales. Silvio y Pablo, como concepto único e inseparable, saltaron del otro lado de la tapia lanzando este original modo de expresar el sentimiento de una isla puesta de penitencia.
Como ocurre con los brasileños, nuestra clave, nuestras preocupaciones sociales y el resultado sonoro de las obras musicales nos cantan y nos describen desde nuestras diferencias con el resto del mundo. Este modo de hacer nos confina a un contexto endémico, social endogámico, siendo hoy en nuestros tópicos y morfologías musicales, una serpiente que se muerde la cola.
En la cancionística, los grandes solos de jazz, las imágenes rebuscadas o simplemente poéticas, las introducciones largas y virtuosas, el juego con el tiempo en la dimensión de las obras son valores imposibles de absorber para el mercado, mientras que para el público cubano es marca de disfrute inigualable.
Lo que para nosotros es un tesoro para el mercado es descartable.
Aunque seamos caribeños, un puertorriqueño siente la clave diferente a un cubano. Un dominicano, un haitiano o un colombiano costeño no expresa la lírica de modo semejante a la canción cubana de estos años. El tempo de esta isla no es ya el tiempo del resto del mundo.
La principal diferencia con Brasil o el resto de América Latina es que los cubanos no podemos auto consumir nuestra música, compartirla y diseminarla dentro del gran mercado.
Los músicos clásicos cubanos son financiados por el Estado, la Sinfónica Nacional, los solistas líricos, los instrumentistas, así como las agrupaciones de jazz de pequeño y gran formato. Se presentan en teatros, museos o pequeñas salas del patio y por sus actuaciones se les cobra en pesos cubanos a los asistentes.
Las Escuelas de Arte, de donde anualmente se gradúan miles de músicos, son parte del sistema nacional de enseñanza, funciona de modo igualmente gratuito.
Las agrupaciones populares, en cambio, sí deben presentarse frecuentemente en actividades a lo largo y ancho del país para recaudar determinadas cantidades de dinero que aporten a su financiamiento, que aunque no alcanza para comer, siempre implica un compromiso.
Existen festivales internacionales donde participan agrupaciones o brigadas culturales de artistas cubanos autorizados por las instituciones culturales. No todos los artistas nacidos en Cuba logran “representar” el universo musical cubano. No se trata de la calidad, se trata también de la actitud política de cada figura.
Agrupaciones como Los Van Van, Los Muñequitos de Matanzas o colectivos como Tropicana poseen ya escenarios cautivos donde, anualmente, ofrecer su arte más allá de las fronteras insulares.
El fenómeno Buena Vista Social Club y la llamada Nueva Trova cubana significan una excepción en el ascenso al mercado internacional.
En momentos distintos de la historia contemporánea, ambos fenómenos penetraron a un público masivo que los aclamó más allá de nuestras fronteras. Ellos representaban el pasado y el futuro de un universo sonoro cubano particular del que no se sabía demasiado gracias al misterio que produce el aislamiento.
Teniendo un reservorio musical gigante, demostrado por grandes figuras de todos los tiempos que sería interminable citar, nos preguntamos ¿Por qué la música hecha en Cuba no está brillando hoy en el mundo? ¿Por qué hay tan pocos compositores de la isla firmando temas para las figuras más conocidas que encabezan las listas de éxito de las grandes trasnacionales?
Cuando un compositor cubano se reúne con sus colegas en los famosos Composition Camps, se percata de que lo que hoy reúne a miles de personas en un estadio no se parece, en nada, a lo que ellos saben hacer de modo impecable.
Muchas veces los ejecutivos de dichas disqueras detectan que los compositores cubanos poseen un español demasiado elevado, o que sus preocupaciones sociales y su modo de ver el mundo, vivan donde vivan, nada tienen que ver con la problemática actual que confiesa en sus letras la música urbana, a la que se apuntan hoy la mayoría de los intérpretes.
Volvemos a los casos particulares al citar a las agrupaciones Orisha, Gente de Zona o Descemer Bueno como verdaderas rara avis insulares insertados dentro del mercado internacional. Lo cierto es que tenemos muy pocas herramientas para abrir las compuertas y penetrar al interior con el Caballo de Troya de nuestra música e intervenir el mercado internacional. Cito al reconocido compositor panameño Omar Alfanno, autor de varios éxitos del cantante Gilberto Santa Rosa, entre otros, que en una velada comentó: “Nosotros llegamos al mercado en las carabelas de Colón, pero ahora, si quieres estar ahí, hay que hacerlo en naves espaciales”.
Si los cubanos no podemos ni costear, ni bajar, ni subir, ni siquiera acceder a las redes para luego compartir los temas nacionales dentro de las plataformas como Spotify o Youtube, si tampoco podemos comprar entradas o votar para apoyar a los nuestros, que tampoco están en los eventos populares más importantes del año, si los más populares cantantes, productores y compositores cubanos son para el mundo artistas desconocidos y el mercado es hoy una gran portería donde dejar pasar un gol de un cubano resulta imposible. Si los propios ejecutivos acuñan como despectivo el término: suena muy cubano.
¿Qué haremos con tantos talentos, qué hacer con la problemática de dispersión que ocurre con valores del exilio que resultan ajenos para el mercado internacional y artistas sin país? No se presentan aquí y no poseen un nicho allí.
¿Hasta dónde ocurrirán trasmutaciones como las de Diana Fuentes para poder insertarse, pero, sobre todo, lograrán permanecer, sostenerse y seguir siendo reconocibles? ¿Qué ocurre con figuras o agrupaciones como N.G La Banda, Habana de Primera, particularidades como Gema y Pavel o los miembros de la desaparecida Habana Abierta, qué pasará con el acervo de una figura como Carlos Varela, X Alfonso o el trabajo de un grupo como Interactivo que tampoco encuentra su lugar en pequeños sellos alternativos? ¿Se perderá la banda sonora de estas seis décadas?
¿A dónde va la música cubana?