Nota del editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – En los discursos políticos tradicionales, pueblo es una categoría que alude a las clases y sectores subalternos los cuales, paradójicamente, son depositarios del poder que mediante el sufragio delegan en quienes deberán servirlos. Sin embargo, con frecuencia, una vez instalados, los mandatarios secuestran el poder y en ocasiones se declaran defensores del pueblo frente a hipotéticos enemigos. Invocar a enemigos del pueblo es una socorrida fórmula a la que acuden demagogos y populistas para justificar sus actos.
La figura acuñada en el clima de terror generado en torno a la Revolución Francesa (1789) se hizo popular cuando el dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906) estrenó en 1882 su obra “Un enemigo del pueblo”, en la cual cuenta la anécdota de una localidad cuyos ingresos procedían de un lago que operaba como acueducto y balneario. Según el relato, el médico del lugar descubrió que las aguas se contaminaron y afectaban la salud de visitantes y lugareños. Ante los perjuicios económicos que su revelación ocasionaba, el científico fue confrontado por el alcalde, parte de la prensa local y los habitantes y calificado como enemigo del pueblo.
En realidad, con el pueblo ocurre como con los elefantes, que son tan grandes que carecen de depredadores naturales. Nadie puede dañar a la vez a todo el pueblo ni ser enemigo de todos todo el tiempo. Enemigo del pueblo, más que un hecho o un dato de la realidad es una construcción ideológica y, por ende, un conocimiento falso.
Abraham Lincoln, un paradigma y para muchos el mejor amigo del pueblo estadounidense, libró la Guerra Civil, que duró cuatro años y se saldó con cerca de 622.000 muertos, para defender a los estadounidenses de los estadounidenses, mientras que Pinochet, el archienemigo del pueblo chileno, luego de 15 años de dictadura, en 1988 convocó a un referéndum en el cual obtuvo el 44,01 por ciento de los votos.
Para ciertas élites y demagogos, la identificación de “enemigos del pueblo” es un comodín para nombrar a sus opositores y atizar a los sectores populares contra ellos. Usualmente, mediante esas maniobras, se trata de manipular al pueblo, transformándolo en un gigantesco escudo humano. Quien más abusó de esa figura fue Stalin, que la utilizó para estigmatizar a sus adversarios.
En aquellos contextos, los juzgados y condenados como enemigos del pueblo eran en realidad adversarios ideológicos y políticos del régimen. El pueblo soviético, en cuyo nombre se actuó, nada tuvo que ver con los procesos de Moscú ni con los crímenes cometidos.
Aunque plagada de defectos, muchos de ellos derivados de las megafusiones que virtualmente han suprimido la variedad de enfoques y sacrificado la pluralidad, es difícil admitir que la prensa liberal estadounidense pueda ser enemiga del pueblo. Más que de una acusación en regla, que no habría manera de probar, se invoca un prejuicio que prejuzga, acude a atavismo y a pasiones contenidas.
La prensa de Estados Unidos, que no está libre de culpas y de máculas, es parte de un sistema de instituciones que soporta todo tipo de críticas pero que, con luces y sombras, protege a la sociedad de excesos que pueden hacerla zozobrar. Watergate, los Papeles del Pentágono, las coberturas en vivo de las guerras y las agresiones más importantes de las últimas décadas, así como de procesos judiciales, manifestaciones, exabruptos policiacos y todo tipo de eventos, es uno de los pilares del sistema preferido por la mayoría de los estadounidenses.
Referentes de uso común, fueron las actitudes por periódicos y revistas y la televisión, incluso Hollywood, ante la lucha por los derechos civiles y la guerra en Vietnam.
Con frecuencia, inventar falsos adversarios sirve para ocultar a los verdaderos. El término enemigo del pueblo, a la vez opulento y abstracto, es un estereotipo exaltado y usualmente utilizado por falsos redentores que, investidos de poder, se creen liberados de la necesidad de probar lo que dicen.