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Nota del Editor: Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y profesor visitante de la Universidad Emory. Las opiniones expresadas en estos comentarios corresponden únicamente al autor.

(CNN Español) – La gran diferencia entre un líder auténtico y un líder descafeinado se determina por quién maneja la agenda. En el caso del verdadero líder, él se autogestiona. Lo único que no delega es precisamente su agenda. El liderazgo se desvanece, en cambio, cuando la agenda la hacen los medios de comunicación, o el propio equipo de prensa. El genuino líder lidera la noticia; el decaf es arrastrado por ella.

Francisco es un líder. No se deja controlar. Le gusta ir por delante de los medios y de su equipo, abriendo camino, marcando el paso con firmeza, aunque a veces tenga que rectificar. Lo mostró recientemente cuando estalló la no pequeña bomba Vigano en la rueda de prensa en su vuelo de regreso de Irlanda. Sencillamente, remitió a los periodistas a las fuentes, pero no se dejó llevar por los acontecimientos.

Algo parecido sucedió cuando los obispos estadounidenses le pidieron aprobar medidas urgentes tras la crisis del informe Pensilvania y el caso Theodore McCarrick. A Francisco le pareció algo precipitado y prefirió esperar.

Esta actitud vital de liderazgo del papa Francisco tiene sus claras ventajas y sus muchos inconvenientes.

Las ventajas son evidentes: Francisco hace lo que cree que debe hacer, con una libertad de espíritu que conmueve. No tiene miedo a nadie ni a nada. No le afecta el qué dirán.

Los inconvenientes son también manifiestos: hay momentos de tormentas, chubascos, chaparrones, tensiones y protestas, porque las dinámicas y los tiempos de la religión, la política y la comunicación son distintos. Eso explica que la popularidad de Francisco suba y baje abruptamente como la bolsa. Así lo muestra un estudio del prestigioso Pew Research Center.

El papa lo advirtió. La inminente reunión de todos los presidentes de las conferencias episcopales del mundo no va a constituir un punto de inflexión en el manejo de los abusos sexuales. No se debe generar falsas expectativas.

Los obispos, en bendita comunión, pedirán perdón a Dios, al pueblo cristiano y a todos los seres humanos por tantas atrocidades que no son de recibo en ningún sitio, y menos todavía en una institución religiosa del calibre de la Iglesia católica. Y verán formas concretas para seguir la sanación y el cuidando de las víctimas, a quienes va desde aquí todo mi afecto y comprensión. Ese es el gran deber moral. Pero no esperemos medidas espectaculares desde el punto de vista jurídico o de organización. Esas ya han sido sustancialmente fijadas. A los protocolos me remito.

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La crisis está amainando. Los casos de abusos han menguado sustancialmente. Lo confirman, entre otros, los valiosos informes de John Jay College of Criminal Justice de Nueva York (2004) y el llamado informe Pensilvania (2018).

Las cifras hablan por sí. Hay que limpiar la casa de porquería, sí, pero la porquería no se está generando en este momento, ni de lejos, al ritmo que llegó a generarse. Olía desde antaño, como huele un muerto en un armario. La limpieza total llevará un tiempo pues un cambio cultural no se produce en un fin de semana. Pero creo que la intención de cambio es clara y la lección está aprendida, como se aprenden los diez mandamientos:

  1. Tolerancia cero con los abusos y acabar con los encubrimientos.
  2. Escuchar antes y mejor a las víctimas y sus familias.
  3. Mayor colaboración con las autoridades civiles.
  4. Más transparencia en los procedimientos.
  5. Mejor selección de candidatos al sacerdocio y episcopado.
  6. Considerar la reducción al estado laical como un deber moral de la Iglesia y no solo como una pena.
  7. Involucrar más a los laicos en las tareas de gobierno y control de calidad de sus sacerdotes.
  8. Mayor presencia de la mujer en la toma de decisiones en la Iglesia.
  9. Aprender del pasado.
  10. Espiritualizarse.

Sí, la Iglesia necesita una fuerte espiritualización. Y ese proceso no se improvisa. Durará lustros. Cuando la religión no se desarrolla en un clima de profunda espiritualidad, se materializa, se empobrece, se insensibiliza y acaba pudriéndose. Como se pudrió el corazón de Judas por más que viviera durante años cerca de Jesús.

Si algo de todo cuanto digo sucede en la famosa reunión vaticana de obispos globales, no habrá pasado nada extraordinario, pero habrá pasado mucho.