Nota del editor: Roberto Izurieta es director de Proyectos Latinoamericanos en la Universidad George Washington. Ha trabajado en campañas políticas en varios países de América Latina y España y ha sido asesor de los presidentes Alejandro Toledo de Perú, Vicente Fox de México y Álvaro Colom de Guatemala. Izurieta es analista de temas políticos en CNN en Español.
Steven Billet es profesor del Graduate School of Political Management in George Washington University.
(CNN Español) – La campaña electoral del 2016 costó 6.500 millones de dólares (todos los candidatos). La del 2018 (sin candidatura a la presidencia), costó 5.725 millones de dólares y se espera que la del próximo año costará aún mucho más. Donald Trump solo, ya tiene recaudado 130 millones y las proyecciones solo van para arriba.
Sin duda son cantidades enormes, pero si buscamos algún tipo de relación con el tamaño de la economía y/o por votante, estaría entre rangos manejables. Dicho esto, sin duda, toda campaña electoral necesita una ley efectiva que le permita que sus campañas estén reguladas; no al punto de la asfixia que le impida realizar una campaña (o que le fuerce que su actividad, como cualquier otra actividad económica, sea más rentable hacerla informalmente que formalmente); que sea transparente (de dónde viene los recursos y en qué se gastan) y que tenga un límite en el gasto-costo.
El problema del marco legal para las campañas es que siempre debemos recordar que los EE.UU. son estados federales unidos por una Constitución simple, pero fundamental (7 artículos y 27 enmiendas). O sea, las campañas (aún las presidenciales) son y se manejan a nivel estatal. Por eso hay el famoso Colegio Electoral, porque en última instancia, cada estado (con mucha libertad legal) decide cómo elegir sus autoridades locales y deciden cómo “colocar” o designar a sus delegados para votar en la elección presidencial (en el Colegio Electoral). Recordemos que Hillary Clinton ganó el voto popular, pero perdió el voto en el Colegio Electoral y Donald Trump fue elegido presidente.
Entonces, si las elecciones en los EE.UU. son en realidad a nivel estatal, la realidad es que hay muy pocas leyes federales que regulan las campañas electorales. Principalmente hay dos leyes que regulan esta actividad a nivel nacional, la Ley Federal de Financiamiento de Campañas Electorales (que administra otras leyes federales de financiamiento de campañas electorales) y las provisiones de organización dadas por la ley impositiva (Tax Code). En ellas se determina un límite de contribución por parte de los ciudadanos a cada candidato y por parte de empresas, corporaciones o asociaciones.
Dicho esto, se permite que existan otras organizaciones que participan apoyando una causa política, social o pública durante las campañas: estas son los conocidos PACs (Comité de Acción Política). Ellos, por el contrario, gracias a la famosa decisión de la Corte Suprema (Citizen United 2010) no tienen límite de aporte bajo el argumento que es “libertad de expresión”. O sea, de acuerdo con esta decisión, los PACs puede tener “más” libertad de expresión.
En términos generales en Europa los gastos de campaña están regulados y son canalizados principalmente a través de los partidos políticos y sus aportes vienen del estado. Por eso, tienen partidos fuertes. Pero así mismo, cuando los partidos no son abiertos (elecciones primarias que promuevan la renovación y la competencia de ideas y afiliados), se vuelven obsoletos y sufren profundas crisis como sucedió en España en los últimos años hasta que el PSOE y el PP se vieron forzados a abrirse y aparecieron nuevos líderes bajo la amenaza de la izquierda (Podemos) y Rivera (Ciudadanos). En gran parte fue la crisis económica española la que forzó a ese cambio. Lo mismo sucedió en los EE.UU. cuando luego de la crisis del 2008, en el 2009 surge el conocido movimiento de derecha dentro del Partido Republicano llamado “Tea Party”.
¿Qué puede hacer América Latina para poder solucionar el reto del financiamiento de las campañas electorales? Lastimosamente, la mayoría las restringe al punto de prohibirlas (caso clásico la elección de alcaldes de este mes en Ecuador; sobre todo Quito donde la gente siente que no hay campaña) y cuando eso sucede, los ciudadanos no saben por quién votar. Las campañas no son malas, por el contrario, son buenas y necesarias cuando se realizan de manera ordenada, regulada y lo más transparente posible. Pero lo de fondo es el límite del gasto electoral. ¿Cuál debería ser el límite? Por ejemplo, una buena relación para lograr determinar ese límite podría ser compararlo con el gasto en publicidad en el país por parte de una corporación grande durante un año o seis meses.