Nota del Editor: Cynthia Hudson es vicepresidenta senior y gerente general de CNN en Español y de Estrategia Hispana de CNN EE.UU. CNN en Español lanzó este primero de abril el Proyecto Ser Humano, una campaña multiplataforma contra la discriminación. En este escrito, Hudson comparte sus experiencias, así como su legado personal y familiar sobre la lucha por mayor inclusión y justicia social, y contra la discriminación.
El legado de las madres feroces
Desde niña escuchaba a mi abuela Titi, como le decíamos sus nietos, y a mi madre, Ofelia, una intelectual profesora de literatura española, recordando aquellos momentos en los que la historia, los hechos y la vida las habían motivado a reaccionar con vehemencia ante la injusticia. Soy hija, nieta y bisnieta de mujeres guerreras -por historia familiar y por naturaleza- y han influido en mí y en mis hijas. Cada día le doy gracias a la vida por haber nacido en este momento de la historia, en el que, como mujer, no hay puerta que no pueda tocar, ni idea con la cual no pueda soñar.
Pero también sé que no todo es oportunidad, también hace falta la confianza en una misma que se describe en inglés como “grit”, una palabra que no tiene traducción directa al español, pero podría describirla como la mezcla entre la audacia y la resiliencia. Por ser una mujer decidida, entusiasta y ambiciosa (esta palabra es positiva cuando se usa para describir a un hombre y siempre hace levantar la ceja de muchos cuando se describe con ella a una mujer), he logrado llegar a manejar una de las cadenas más importantes de noticias, pero estas cualidades no se lograron en un vacío ni por ser la mejor estudiante o la más trabajadora. Se logra el éxito siendo positivo, imparable y aprendiendo de los errores. Pero todo esto lo aprendí de las manos de mi madre y mi abuelita, quienes me contaban sus historias y sus vivencias y cómo ellas también habían aprendido a ser mujeres decididas, sin miedo y con la búsqueda de la justicia como deber. Siempre me repetían que con el privilegio venía la responsabilidad, la integridad y el deber.
Las historias corren en las venas
Mi abuela era la más pequeña de 4 hijos de una acomodada familia cubana. Sus abuelos maternos habían sido los dueños de un importante ingenio azucarero, que había sido quemado por los españoles durante la Guerra de Independencia. Sus familiares eran judíos sefardíes en secreto, o sea, los que habían llegado muy al principio de la colonización con la promesa de convertirse al cristianismo y cuidar los intereses de la Corona a cambio de no ser perseguidos. Así y todo, por generaciones habían practicado su religión a escondidas y se casaban entre primos y amigos judíos. Mi bisabuela materna, María Luisa, era la menor de los Piedra y Martinez Palacio. Ya en la generación de mi bisabuela no se practicaba el judaísmo y ella se casó con Luís Llambí Sentmanat, el boticario hijo de catalanes, que eran más bien agnósticos. Como resultado, mi abuela nunca fue bautizada y no había hecho la primera comunión. Tuvo que hacerla para casarse con mi abuelo, Ricardo Martín de la Vega, un aristocrático y católico devoto.
El St. Louis en La Habana
Cuando mi madre tenía apenas un año, en 1939, llegó al Puerto de La Habana, el buque St. Louis. Llegaba lleno de refugiados judíos que escapaban de los nazis, a quienes Estados Unidos y Canadá les habían negado la entrada. Cuba no fue la excepción y a la mayoría se le negó el permiso de desembarcar. Esta situación causó furor en La Habana y mi bisabuela María Luisa, con su personalidad fuerte y decisiva, decidió ir a protestar a favor de los judíos. Mi abuela, que entonces tenia 26 años, la acompañó y ahí estuvieron durante días, a pesar de que no era bien visto que las mujeres de sociedad se exhibieran de esa manera. Cada vez que mi abuela me lo contaba, sus ojos azules se llenaban de lágrimas al recordar la injusticia de ver cómo navegaba el buque entre el Malecón y el Morro hacia un final mortal para todos a bordo.Me decía que todos éramos seres humanos y que había sido un crimen contra la humanidad el que ningún país, por sus dirigentes cobardes y racistas, no le dieran entrada. En ese momento comprendí que el racismo no solo podía ser por el color de la piel. Era discriminación por la fe y por odios culturales que yo entendía, eran injusticias.
La segregación y los negros en la década de los 50
En 1957, con solo 19 años, mi madre llegó a la bella ciudad de Nueva Orleans, en el estado sureño de Louisiana para estudiar por un año en la prestigiosa Universidad de Tulane, y así mejorar su inglés. Para una familia latinoamericana de aquellos tiempos, se trataba de un lujo. Más que eso, era una audacia: las hijas se casaban y los hijos estudiaban. Pero mi madre, hija única, tenía una capacidad intelectual y una curiosidad innata, dado que tuvo el beneficio de una formidable educación en Cuba, además de profesores privados de piano, francés, ballet, etc. Al llegar con su mejor amiga, eran las bellas latinas con el mejor ajuar, que venían con sus baúles llenos de ropa de Dior y de otros grandes diseñadores europeos que tenían sus boutiques en La Habana. Inmediatamente hicieron amistades y los chicos estadounidenses estaban encantados con estas dos bellas y elegantes cubanas.
Una noche al salir en el “trolley” con un chico hacia el famoso “French Quarter”, la lluvia inundaba las calles y en una parada entró una señora mayor de raza negra. El conductor le dijo en voz alta “váyase a la parte de atrás del carro”. Entraba la pobre señora, mayor y cargada de bolsas y mi madre esperaba a ver quién le cedía su asiento en el carro que iba lleno. Al ver que nadie se movía, ella misma —que estaba sentada en la parte delantera— se levantó a cederle su asiento y entonces, como se dice en buen cubano, “se formó”. Su compañero le dijo que ella no podía cederle el asiento a la señora y que debía esta estar atrás, y el conductor paró el trolley para decirle que en la parte delantera del carro no podía ir la señora. Mi madre, enfurecida, le dijo al chico cobarde que todos los hombres del trolley deberían haber sido caballerosos y haberse levantado para darle su asiento a una persona mayor, sin importar el color. El chico estaba molesto y el conductor le dijo a mi madre que si no se sentaba en su asiento de nuevo la iba a bajar del trolley. Ella les gritó: “Pues en mi país no se le hace esto a una persona mayor y no importa el color, todos somos iguales y esto es una injusticia”.
En aquel momento salió del trolley y caminó sola de vuelta al dormitorio, empapada bajo la intensa lluvia. Nunca más salió con un chico que estuviera de acuerdo con la segregación. Mi madre nos contaba la historia para demostrar que había que dar la cara por los valores humanos y no permitir injusticias hacia los demás. Y, gracias a que mi padre era un hombre excepcional y nada racista, también estudiante y locamente enamorado de la rebelde cubana, ya años más tarde nací yo.
La criada de Martin Luther King
Al graduarse de Tulane, mi padre entró al cuerpo de oficiales de la Marina de EE.UU., y entre 1966 y 1967, estuvo en Vietnam cuando yo apenas tenía 3 años. Ya en 1960 mis abuelos habían salido de Cuba con su auto en el Ferry de La Habana, que iba a diario a Cayo Hueso, al ver con preocupación el desarrollo de esa revolución cubana que al principio apoyaron. Mis padres se reencontraron en California, donde se casaron y donde yo nací.
Mi padre combatía en la guerra cuando mi abuelito se enfermó de un cáncer terminal. Mi madre estaba embarazada de mi tercer hermano y mi abuela ayudaba a la familia trabajando como criada en un lujoso hotel de Miami, cuando le tocó limpiar la suite presidencial donde se hospedó el gran Martin Luther King. Mi abuela nunca había trabajado y hablaba muy mal el inglés, pero como exiliada cubana y en medio una crisis personal horrible, logró conseguir el trabajo en el hotel.
Me contaba como la miraban Luther King y su esposa Coretta, ya que ella tenía un porte elegante y con su pelo claro y ojos azules contrastaba con el estereotipo estadounidense de las criadas de aquellos tiempos. Al escuchar su acento, el Dr. King le preguntó de dónde era y al comenzar a hablar con ella le hizo todo tipo de preguntas y la trataba con empatía. Ella decía que la miraban con pena y que el Dr. King incluso pidió en uno de sus discursos en Miami que se tomara en cuenta las dificultades de “los hermanos cubanos en el exilio”. Coretta le decía que no lavara los platos de la cocina y al irse del hotel le dejaron una propina enorme, como ningún otro huésped antes. Gracias a su generosidad, mi abuela nos decía que esa semana comimos carne después de meses a base de pollo, huevos y pasta. Me recalcaba que lo más importante en un ser humano era la humildad y la empatía para comprender el dolor de otros, y de nuevo se le humedecían sus ojos al decir que solo un monstruo podría haber matado a un hombre que solo quería lo justo para la sociedad.
La justicia pasa de una generación a otra
Cuando mi hija mayor tenía solo 6 años, la inscribí en un campamento de verano de un colegio élite para niñas en Miami. Ahí estaban sus amiguitas del kínder y otras niñas latinoamericanas que venían a pasar el verano a Key Biscayne. Un día, mientras jugaba con su amiga, Leigh, dos de las niñas nuevas les dijeron que ellas querían jugar con mi hija, pero que sus padres les prohibían jugar con Leigh porque era de raza negra. En ese instante, mi hija les gritó que si no jugaban con Leigh no jugarían con ella y les dijo que eso era injusto y muy feo y que así no se podía ser en EE.UU.
Esa noche recibí la llamada de la mamá de Leigh, una brillante profesora de música y pianista excepcional. La niña no me había contado nada aún, cuando -entre sollozos- la mamá me dio las gracias por haberle enseñado a mi hija a no ser racista y me contó los detalles de la pelea infantil. Leslie me decía: “le has enseñado a amar y a las otras les han enseñada a odiar”. Me conmovía mucho saber que mi hija había reaccionado de una forma justa y digna y que la sangre de las mujeres guerreras también corría por sus venas. Porque ya con 6 años, ella también escuchaba las historias de su abuela y de su bisabuela y mis constantes enseñanzas para que fuera una niña con sentido de empatía y honor hacia todo ser humano. Y ahora, con tres hijas entre 18 y 28 años, me siento orgullosa de llevar en mi sangre el sentido de justicia que me enseñaron las mujeres de mi familia.
También me ha tocado llorar una lágrima de orgullo cuando las tres han salido a manifestar por los derechos de la mujer y me dicen que, gracias a mí, ellas seguirán los pasos de las mujeres poderosas, guerreras y orgullosas de su pasado.
No puedo menos que sonreír, porque el amor también se enseña.