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Seguidores de Trump y la consigna contra la congresista demócrata Ilhan Omar: ¡Envíenla de regreso!
02:35 - Fuente: CNN

Nota del editor: Michael D’Antonio es autor del libro “Never Enough: Donald Trump and the Pursuit of Success” y coautor con Peter Eisner de “The Shadow President: The Truth About Mike Pence.” Las opiniones expresadas en este comentario son propias del autor.

(CNN) – En el enésimo escándalo de su reinado, el presidente tuiteó que cuatro legisladoras, tres nacidas y criadas en EE.UU. y una que se convirtió en ciudadana estadounidense a los 17 años, deberían “regresarse y ayudar a arreglar los lugares totalmente quebrados e infestados por el delito”. El racismo en este ataque es espantoso, pero no es la única forma de desviación exhibida.

Esta sería la sugerencia, amplificada luego por él mismo, de que Donald Trump se ha autoerigido en juez que decide quién pertenece a Estados Unidos y quién no.

Esto debería despertar miedo en cada corazón porque significa que la persona más poderosa del país —con un enorme número de simpatizantes listos para seguirlo adónde sea— ha comenzado a clasificarnos y a separarnos entre nosotros. Ahora considera que cuatro funcionarias públicas electas son inaceptables, pero ¿quién sabe qué pensará de cualquiera de nosotros mañana, si nos atreviésemos a estar en desacuerdo con él o a desafiarlo?

Este es un tema serio, con implicancias aterrorizantes, que los votantes deben examinar antes de emitir su voto en las elecciones de 2020.

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Pensemos que, como seres sociales que dependemos de nuestras familias, de nuestras comunidades, y sí, de nuestro país, para definir nuestra identidad y bienestar, pocas cosas son más temibles que la posibilidad de ser rechazado y expulsado. El rechazo es tan doloroso que la mayoría de nosotros haremos lo imposible por evitarlo. Los grupos religiosos que usan la amenaza de la excomunión para mantener a las personas a raya —“en la comunidad”—comprenden esta poderosa dinámica, al igual que los matones que muestran abiertamente cómo victimizan a un niño para dominar a todos en el patio.

Cuando usan a una víctima como ejemplo —un niño cuyo dolor es muy visible para los demás niños— los matones de la escuela pueden dominar a todos los demás en el patio escolar. Si no lo observó de joven, puede consultar los muchos estudios que confirman ese proceso. Más adelante en la vida, los bravucones pueden usar esta táctica como jefes en su lugar de trabajo o como entrenadores deportivos (piense en Bobby Knight) o en política. Estos matones infunden en los demás el miedo a ser despedidos, retirados del equipo, o derrotados en una elección. De este modo, consiguen el control.

Nadie es más consciente de los efectos del miedo que este presidente. Cuando Bob Woodward le pidió a Trump que reflexionara sobre la naturaleza del poder, él dijo: “el poder real es, ni siquiera quiero usar la palabra, el miedo”. Sin duda, en vista de su confesión, y todo lo demás que aprendió sobre la Casa Blanca de Trump, Woodward tituló su libro sobre la presidencia “Fear” (“Miedo”).

Donald Trump, hablando con reporteros en la Casa Blanca.

¿Dónde adquirió Trump esa valoración por el poder del miedo y el acoso? Como su biógrafo, ubico el momento clave en el verano a sus trece años, cuando sus exasperados padres le notificaron que lo enviarían a la escuela militar porque era demasiado indisciplinado. Expulsado de la casa familiar, se tornó más disciplinado, pero también se convirtió en el hombre que me diría que disfrutaba “todo tipo de peleas, incluso las físicas”.

De adulto, ya fuera riñendo con el alcalde Ed Koch en la década de 1980 o atacando más recientemente a la comediante Rosie O’Donnell y a otros, Trump ha demostrado con regularidad su predisposición a participar en conflictos públicos por deporte. En los negocios, estaba listo para demandar o para desafiar a quienes lo sometieran a algún compromiso. “Cuando alguien me ataca, siempre contraataco… solo que 100 veces más”, se daba corte desde la seguridad de Twitter en 2012. “¡Esto no tiene nada que ver con una diatriba sino, con un modo de vida!”. Estas amenazas y muestras de agresión demostraron que él no era como los demás. También sirvieron como advertencia a quienes se le opusieran.

Para darnos una idea de lo eficaz que puede ser la postura del matón, consideremos los ejemplos de los senadores republicanos Lindsay Graham y Ted Cruz. Ambos se postularon a la precandidatura presidencial del Partido Republicano contra Trump. En esa campaña Graham dijo que Trump era un “provocador racial, xenófobo e intolerante religioso”. Cruz lo llamó un “mentiroso patológico” e insinuó que había algo “fundamentalmente errado” en los cristianos evangélicos que lo apoyaban.

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Los comentarios racistas y xenófobos de Trump hacia mujeres congresistas
03:42 - Fuente: CNN

Derrotados en las elecciones primarias y enfrentados a la realidad de que Trump dominaba el Partido Republicano, Graham y Cruz se convirtieron en sus acólitos. En la reciente controversia de “regrésense” Graham se negó a condenar el racismo de Trump y Cruz solo señaló la “acalorada retórica”.

En su silencio, Cruz, Graham y otros que no le hacen frente al matón son como los niños en el patio de la escuela que tiemblan de solo pensar que serán apartados del grupo, y así se suman al bando del matón. Con la incertidumbre de si otros se les unirían si abogaran por lo correcto, ceden ante el temor de ser el próximo en la lista negra de Trump.

El miedo a ser atacado, excluido —o incluso expulsado, como le pasó al presidente de joven— puede también acechar en los corazones de los votantes que aceptan la conducta de Trump. Con sus ataques a las cuatro legisladoras, su despiadada mano dura contra las familias inmigrantes y peticionantes de asilo en Estados Unidos y sus repetidos esfuerzos por demonizar a quienes están en desacuerdo con él, Trump ha demostrado qué ocurre si uno se pasa de la raya.

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El silencio de legisladores y de otros que no levantan la voz debería resultar indignante o, hasta atemorizante, para quienes atesoran los valores y la promesa de Estados Unidos.

Pero la muda pasividad no es lo peor. El acoso y demás conductas amenazantes y agresivas pueden ser contagiosas. Lo vimos con incidentes violentos en actos de campaña de Trump antes de ser electo. Es espantoso imaginar lo que puede ocurrir ahora que es presidente, en particular si los votantes lo envalentonan con un segundo mandato, tornándolo más poderoso que nunca.

(Traducción de Mariana Campos)