Nota del Editor: Deborah Landau es profesora y directora en el Programa de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York. Su antología de poemas más reciente es Soft Targets (Copper Canyon Press). Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora.
(CNN) – Soy un blanco vulnerable y tú también.
¡Oh, quieres masacrarnos, pronto estaremos muertos, cuál es el apuro, y este es nuestro único mundo!
En los tiempos en que se intensifica la violencia, recuerdo siempre cómo mi abuela sacó a su familia de Alemania en 1938, escapando por poco a la deportación a los campos. Tenía solo 19 años, pero percibió las amenazas crecientes cuando los nazis marcharon frente a su casa en Russelsheim, y la tienda de su padre fue vandalizada. Alarmada, se puso en alerta, montó su bicicleta con frenesí por todo Francfort para recolectar los documentos necesarios para salir del país. Una foto familiar de esta época muestra a mi abuela, su madre y sus hermanos con un grupo grande de tíos, tías y primos, que luego perecieron en los campos. De no haber sido por los instintos y la astucia de mi abuela, si ella no hubiera estado hipervigilante, no habría sobrevivido.
En esta era de tiroteos masivos y violencia de odio, el concepto del poeta Wallace Stevens de la imaginación como un “ángel necesario”, “una violencia interior que nos protege de la violencia exterior”, recupera con frescura su urgencia. ¿Qué habría pasado si mi abuela no hubiera podido imaginar lo que se venía y se hubiese quedado sin hacer nada? No poder imaginar habría sido trágico para ella entonces, y podría tornarse trágico para nosotros ahora. Y por preocupante que sea imaginar adónde puede llegar esta violencia creciente, es quizás más intimidante considerar qué podrían permitirle hacer a nuestro gobierno nuestras ansiedades amplificadas. La historia de mi abuela me recuerda que es solo cuestión de tiempo hasta que nuestro miedo colectivo sea usado en nuestra contra, en contra de otros entre nosotros.
En 2016, después de un año tumultuoso en Francia, que incluyó tiroteos en las oficinas de Charlie Hebdo y en el teatro Bataclan, me encontraba en un momento de paz navegando en un barco por el Sena con 100 estudiantes y profesores de la Universidad de Nueva York, cuando abruptamente nuestros teléfonos se iluminaron con alertas de noticias. Era el día de la Bastilla y un camión acababa de atropellar a una multitud en Niza, y de asesinar así a 86 personas reunidas, como nosotros, para ver los fuegos artificiales. Comenzaron a circular rumores infundados de que estaban ocurriendo ataques también en París. En respuesta a la emergencia, la Policía detuvo el tráfico en el río. Como directora del programa, yo era la responsable de que todos llegaran a casa sanos y salvos en medio del caos, pero no tenía idea de cómo hacerlo. A bordo, todos comenzaron a inquietarse cada vez más, y algunos a preocuparse por los niños que habían dejado en sus casa con las niñeras. ¿Estaban a salvo? Intenté llamar a casa, pero no pude comunicarme con mi marido e hijos en Brooklyn. Desde de que fui testigo de los ataques del 11S, en el centro de Manhattan, no me había sentido tan abrumada y conmocionada.
Todos somos blancos vulnerables, le dije esa noche a un colega cuando bajábamos del barco. Desde aquel entonces cuando camino en una multitud pienso que soy un blanco vulnerable, y tú lo eres, reflexiono sobre cuán expuestos estamos transitando las ciudades en nuestros cuerpos sensibles de carne desprotegida. Caminamos por el mundo en piel atravesable y el destino dirá si estamos en la escuela, oficina, mercado, teatro o café correcto o equivocado.
Después de los ataques, París estuvo en alerta máxima. En los veranos pasados he visto las celebraciones semanales de casamientos desde mi ventana, en el Marais (mi tercer libro abre con estos casamientos); ahora, frente a la sinagoga donde solían danzar los novios, marchaban soldados con armas.
Cuando se dispararon los incidentes antisemitas y los judíos se iban de París, pensé una vez más de lo alerta que estuvo mi abuela ante su momento en la historia, cómo esa hipervigilancia le salvó la vida. En casa, la marcha de los neonazis en Charlottesville a la voz de “los judíos no nos reemplazarán” evocó generaciones atrás lo que oyó mi abuela alguna vez en sus calles. No entendí qué era tan “neo” de estos neonazis; se parecían mucho a los viejos nazis para mí.
En respuesta, escribí. Si bien siempre me han preocupado las vulnerabilidades de nuestro cuerpo, en mi nuevo libro “Soft Targets” el miedo de la aniquilación se extiende más allá de mí a un planeta en peligro en el cual todos somos blancos vulnerables, en medio de tantas amenazas: de violencia armada, de terrorismo mundial e interno, amenazas a nuestra democracia, la amenaza del cambio climático, y demás.
Cuando regresamos a París, este verano, la presencia militar tan palpable solo unos pocos años atrás se había sosegado; los franceses parecían estar menos exacerbados. Una noche, después de leerles “Soft Targets” a nuestros estudiantes, los poemas me resultaron melodramáticos y anticuados, hasta graciosos. Quizás la violencia se había aplacado y habría paz por un tiempo.
Pero la historia lo contradice. Una y otra vez se lanza contra lo más sensible. El más reciente ataque terrorista interno, aquí en Estados Unidos, reactivó los mismos miedos, sumado a una conciencia colectiva de nuestras terribles vulnerabilidades en los centros comerciales, los teatros, los restaurantes, los templos e iglesias, las calles. Las armas de asalto siguen proliferando; ningún nivel de terrorismo nos lleva a la acción. En la escuela, nuestros hijos realizan simulacros en caso de atacante activo, acurrucándose en rincones detrás de las puertas trabadas de las aulas. En el trabajo, nos enfrentamos a capacitaciones obligatorias sobre “correr, esconderse, luchar”, y notamos las salidas en cada espacio al que accedemos. El personal de mi oficina bromea sobre desde cuál ventana sería auspicioso saltar. Cada vez más percibimos el peligro mortal en lo cotidiano. Nuestras pesadillas se tornan diarias; la hipervigilancia, de rutina.
A medida que la realidad presiona cada vez más intensamente, hemos de oponer resistencia. Nuestra democracia se empodera cuando imaginamos un país en el que podemos enviar a nuestros hijos a la escuela sin preocuparnos de que necesitarán mochilas a prueba de balas, en el que podemos reunirnos en las calles sin sentir el fantasma de correr en estampida cuando una motocicleta se enciende estrepitosamente. Si no logramos soñar un mundo pacífico y más humanitario para nosotros —para todos nosotros— ¿hacia dónde nos dirigimos? En las famosas palabras de W.H. Auden, que circularon ampliamente después del 11S, debemos amarnos los unos a los otros o perecer. Por más sentimental que nos suene, a veces, el amor parece ser una fuerza potente y necesaria justo ahora. Amor y control de armas. Nuestro paso por aquí es tan breve.
(Traducción de Mariana Campos)