Nota del editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.
(CNN Español) – “Chernobyl”, la serie de televisión de HBO, cuenta lo ocurrido el 26 de abril de 1986, el mayor accidente nuclear de la historia, en la planta electronuclear del mismo nombre en Ucrania, antigua Unión Soviética.
La serie narra el accidente del reactor ocasionado por fallas de diseño, actitudes caprichosas, impericia de los operadores y otros factores que condujeron a una sucesión de explosiones que dispersaron 190 toneladas de uranio y 2.500 de grafito altamente radiactivos, además de carburo, boro, europio, erbio, aleaciones metálicas y otros materiales en cantidades 500 veces mayores que las liberadas por la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima.
Las partículas de estos elementos, unidos al polvo, el agua, el vapor y otros elementos contaminados, se dispersaron por la zona aledaña a la planta, creando lo que puede ser el paraje más radiactivo del planeta, ambiente en el cual, transcurridos unos tres años, la flora y la fauna comenzaron a renacer.
Con maestría, realizadores y actores recrean dramáticas aristas del suceso, entre ellas el forzoso abandono de las mascotas, las flores, los sembrados, los árboles y los animales que, en un ambiente altamente radiactivo, como aves Fénix, sobrevivieron y se reprodujeron, lo cual constituye una fascinante victoria de la vida sobre la adversidad.
El desdichado evento ofrece a científicos, operadores políticos y creadores la posibilidad de observar, en tiempo real, a criaturas vivas, protagonistas de una especie de “ensayo general” de lo que pudiera ocurrir en caso de catástrofes derivadas de accidentes mayores, acciones terroristas o empleo masivo de armas nucleares.
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El indeseado experimento tiene como escenario los 4.000 kilómetros cuadrados de Ucrania y Belarús, declarados “zona de exclusión” en torno a la planta accidentada, que incluye la abandonada ciudad de Prípiat, que albergó alrededor de 45.000 habitantes a escasos tres kilómetros de la instalación nuclear. Las observaciones directas permiten constatar que en un hábitat envenenado por las radiaciones, unas 400 especies de animales y plantas han logrado sobrevivir y reproducirse.
Se trata de nuevas generaciones de plantas y animales domésticos asilvestrados y salvajes, incluidos osos, bisontes, linces, castores, caballos, cerdos, perros, gatos, aves de corral, ciervos, peces, insectos, zorros, lobos, así como abejas, moluscos, microrganismos, caracoles, reptiles y otros, que por nacer después del desastre son “nativos radiactivos”.
La interesante serie, que obviamente no se propuso agotar todos los ángulos del desdichado evento, llama la atención acerca de la capacidad de la naturaleza para recuperarse de la más aciaga experiencia, cosa que no pueden hacer los humanos. La terrible anécdota tal vez contenga una lección de humildad para quienes absolutizan la omnipotencia del hombre.
Probablemente la miniserie motive a la comunidad científica y autoridades implicadas a fin de investigar las diversas consecuencias para las personas que habitaban en el lugar y los que aún residen en zonas aledañas y continúan expuestos a las radiaciones, estimulándolos a evaluar las posibilidades de sobrevivir a eventos semejantes, o demostrar la imposibilidad de hacerlo, en cuyo caso sería preciso renunciar al átomo como alternativa energética y como recurso militar.
Debido a que nadie puede garantizar que eventos como el de Chernobyl no se repetirán, es preciso examinar con miradas nuevas el pasado para, sin prejuicios ni límites políticos o burocráticos, leer la realidad, extraer enseñanzas, y examinar los datos contenidos en los registros médicos de entonces, avanzando en la prevención y enfrentamiento de probables tragedias.
Según cuenta la periodista y académica cubana Maribel Acosta Damas, a excepción de Ucrania y Belarús, ningún país ha extraído de la tragedia mayores experiencias médicas y científicas que Cuba, que a partir de
1990 y hasta 2011, atendió en sus instituciones de salud a 26.114 niños afectados en Chernobyl y las localidades aledañas que padecían cáncer y múltiples afecciones a paliar sus dolores e intentar sanar sus heridas físicas y psíquicas.
El programa, excepcionalmente completo y bajo el cual muchos niños y sus madres, maestros, trabajadores sociales y traductores pasaron años en el balneario de Tarará, en las inmediaciones de La Habana, creó un micro ambiente social que además de ayuda médica, intentó devolver la fe a aquellos desdichados y darles la convicción de que, pese al infortunio, había oportunidades para la vida y la felicidad.
En la isla están disponibles las instituciones de salud, los médicos, investigadores, y trabajadores sociales que laboraron y lideraron el programa, y se conserva la documentación generada a lo largo de 20 años. Las instituciones médicas y científicas cubanas cuentan con archivos que constituyen una valiosa y única base de datos para evaluar el impacto de Chernobyl en la salud.
Tal vez motivados por la descarnada exposición de la tragedia, aparezcan los recursos y el talento necesarios para contar otra parte de la saga del desastre, lo cual pudiera ser una empresa conjunta de interés humanitario. Seguramente en Cuba existe disposición para hacerlo.