Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Camilo. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
Todo parece indicar que ha llegado la hora del antihéroe.
No al nivel del Quijote ni del Lazarillo, ni siquiera de Tony Soprano o Walter White. Pero algo es algo.
En un mundo como el nuestro, que los más toscos dividen entre perdedores y triunfadores; o peor, entre super héroes y supervillanos, el antihéroe se ha deslizado de puntillas, como para no molestar demasiado.
Y más le vale porque ya hay suficiente rencor social acumulado.
Este sábado, cuando todo terminó y estaba en casa a salvo, me preguntaba por qué me interesa ver Joker, la película protagonizada por Joaquin Phoenix.
No es porque haya ganado el León de Oro en la Mostra de Venecia, ni porque esté entre las películas mejor valoradas de la Historia del cine, según FilmAffinity.
Ni siquiera por el aluvión de críticas de los que aseguran que alienta la violencia y que, por tanto, podría propiciar tiroteos masivos durante las proyecciones.
Mi interés por Joker es por el Joker mismo. Por ese hombrecillo obtuso y ordinario, amoral y lamentable que Phoenix encarna.
Es un payaso que le pagan por hacer reír a la gente. Como el que uno se topa en cualquier esquina anunciando una tiendecita que Amazon se ha tragado.
Ignorado y acosado por todos, el Joker termina reducido a una criatura monstruosa que sin embargo quiere que le quieran. Como nos pasa a todos.
Conseguí ver los primeros diez minutos de la película antes de que sonara una sirena y una voz grabada de azafata bien entrenada que pedía que abandonáramos la sala por una “situación de emergencia”, que nunca se explicó. Una falsa alarma, aparentemente.
El primero en reaccionar fue mi hijo.
En la pantalla quedó congelada durante unos segundos, la cara de Joaquin Phoenix sonriendo.
Y luego, zas… desapareció. Sin haber conseguido que le quieran un poco más. Como nos pasa a todos.