El líder revolucionario comunista ruso, Vladimir Lenin (1879 - 1924), pronunciando un discurso ante el Ejército Rojo que se dirigían al frente, durante la guerra polaco-soviética, en la Plaza Sverdlov (ahora Plaza del Teatro), en Moscú, 5 de mayo de 1920.

Nota del editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.

(CNN Español) – La cultura, incluida la cultura económica y política, es un territorio extraño. Los individuos estiman que son sus creadores, cuando es a la inversa. Ella, con sus verdades inmutables, amplitud universal, inabarcables interrelaciones y concatenaciones, los condiciona y los protege. Hacer caso omiso de los dictados de la cultura o pretender torcer su curso es mala práctica. Tampoco hay que resignarse. Se trata de la dialéctica de lo históricamente viable.

Excepto los amish, ningún individuo, comunidad o país, puede vivir regido por códigos exclusivos y locales, elaborados según sus propios criterios y ajenos a estándares surgidos espontáneamente como resultado de procesos civilizatorios. Nadie inventó el Estado, el dinero ni el poder, y nadie ideó la libertad.

Es así porque los humanos son seres sociales y gregarios, y los países integran comunidades llamadas también civilizaciones. Los hijos se parecen más a los tiempos que a los padres, y los habitantes de una época comparten acervos culturales, practican la fe, se afilian a nociones filosóficas, así como conceptos éticos, morales y preceptos jurídicos. Tampoco es posible omitir que la tradición y los legados existen para mal. Las satrapías del Oriente Medio que reproducen sus arcaicas prácticas son pruebas.

Los países del lado del mundo comprendidos en los entornos geográficos de Europa y las Américas, de matriz cultural judeocristiana, además de la fe y de los referentes culturales grecolatinos, tienen en común credos políticos y jurídicos predominantemente liberales, que asumen la estructura geopolítica del Estado-Nación, como doctrina política la democracia y aseguran la salvaguarda de la convivencia con el derecho.

Tales premisas no conllevan a la uniformidad cultural ni ideológica, aunque suponen cierta coherencia en esos campos, y dan lugar a identidades colectivas, a metas compartidas, y a raseros que no pueden ser ignorados.

En esa andadura aparecen espontáneamente liderazgos y modelos reforzados por los atractivos ejercidos por la industria, la cultura artística, la arquitectura, la economía y la obra política. La Ilustración, la Revolución francesa y el devenir de Estados Unidos, único país del Nuevo Mundo que consiguió desarrollarse, consolidar la estabilidad política y devino en el fenómeno geopolítico más singular de la era moderna, son algunas evidencias.

Las ideas dominantes y la práctica consuetudinaria establecen límites que no pueden ser ignorados. La idea de que existan democracias, normas morales, preceptos de derechos humanos, locales y exclusivos, así como que Dios creó pueblos predestinados, son ajenas a la verdad.

En 1917, triunfó en Rusia la Revolución bolchevique, cuyo programa no solo rechazó el liberalismo europeo, sino que acarició la idea de proyectar su influencia sobre el mundo, creando sociedades sostenidas por estructuras económicas, políticas, y culturales construidas a propia voluntad. Finalmente, no se sostuvo.

La idea de entronizar nuevas instituciones y prácticas aspiró a un clímax al concebir la completa estatización de la economía, la colectivización de la tierra, la exclusividad ideológica, la neutralización de la fe mediante el ateísmo, y la creación de un sistema político basado en la dictadura del proletariado, que recusó, entre otras cosas, el estado de derecho, el laicismo, la separación de los poderes públicos, el debido proceso, la pertinencia de los derechos humanos, arrastrando déficits insostenibles.

La exportación de estos comportamientos a los países del socialismo real, especialmente a los europeos, en algunos de los cuales, como Hungría, Polonia y Checoslovaquia no lograron establecerse, debilitaron el proyecto general que, tras 70 años, depuso su beligerancia.

La intención de realizar programas políticos y sociales avanzados a escala de sociedades completas sostenidas por estructuras improvisadas, presunciones infundadas, y argumentos inconsistentes, nunca ha resultado una buena idea. La experiencia ha sido registrada y los hechos están a la vista. Allá nos vemos.

*He tomado esta expresión del libro 21 Lecciones para el siglo XXI de Yuval Noah Harari.