Nota del editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.
(CNN Español) – El poder político es un misterio. Aparenta lo que no es y es lo que no aparenta ser. El poder político posee una naturaleza obviamente clasista, y una plasticidad que le permite ocultarla. El Estado, su máxima expresión, defiende y preserva los intereses de la clase económicamente dominante en su conjunto, no de una parte de ella. Esa condición le permite arbitrar entre los diferentes actores sociales.
El Estado es la creación humana más parecida a Dios. Al igual que Él, es todopoderoso, porque lo puede todo, es omnisciente, porque lo sabe todo. Posee el don de la ubicuidad y está dotado de cualidades intrínsecas que le permiten encogerse hasta hacerse invisible durante los períodos en que reina la paz social, y manifestarse con fuerza arrolladora cuando percibe que el sistema está en peligro.
Una tendencia de los Estados modernos es reducirse, cediendo espacios al sector privado y a la sociedad civil. Gobiernos más pequeños, menos burocracia, sumado a la elevación del bienestar, la liberalización del pensamiento y la práctica política, así como a la consolidación de las instituciones, refuerzan la estabilidad política.
Concluida la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la rivalidad entre el Este y el Oeste, la contienda y los conflictos violentos por el poder desparecieron del horizonte europeo. Incluso la conmoción que significó el colapso del comunismo en Europa Oriental, excepto en la ex Yugoslavia, y el derrumbe de la Unión Soviética, fueron saldados de modo incruento.
No ha ocurrido así en América Latina, donde en los años 60 se desataron movimientos políticos que favorecieron la lucha armada en prácticamente todos los países. Al mismo tiempo, se desató una vorágine de golpes de Estado, de izquierda y de derecha, presuntas revoluciones y movimientos políticos que, incluso cuando han dicho respetar las reglas de la legalidad constitucional y la competencia electoral, han sido extraordinariamente violentos.
En algunos casos se trata de la intolerancia conservadora. En otros, de los movimientos progresistas generadores de propuestas cuya naturaleza y falta de consenso social las hacen inviables y excesivamente conflictivas.
Si bien se reconoce que el eje de la conflictividad política y la tendencia a las soluciones violentas en América Latina emana de la ineficacia de los modelos económicos que, al generar desigualdad, pobreza y exclusión social son parte del problema y no de las soluciones, y existe consenso acerca de la debilidad de las instituciones y del pobre desempeño de la sociedad civil, ninguna fuerza política de ningún color se ha aplicado a la solución de esos graves problemas estructurales.
Ni la derecha, como ha ocurrido en Chile, y tampoco la izquierda como sucede en Venezuela, han afrontado la tarea de fortalecer las instituciones del Estado y la sociedad civil, generar estabilidad, formar adecuados contratos sociales a partir de metas compartidas por la nación, capaces de promover el progreso con inclusión y justicia social.
Por el contrario, guiados por un mesianismo antediluviano, los liderazgos electorales, que en raras ocasiones logran superar el horizonte del 50% de los votos, se sienten calificados, unos para sostener los privilegios de las clases dominantes, y otros para proponer revoluciones de diferentes signos.
El hecho de que ninguno logre realizar sus fines, en lugar de crear estabilidad alimenta lo contrario.
Más de 20 golpes de Estado han tenido lugar ocurrido en América Latina en los últimos 40 años. La miopía y el egoísmo de las clases políticas, la funesta tendencia al caudillismo y el afán de eternizarse en el poder, han desperdiciado las magníficas oportunidades de progreso con inclusión social que surgieron en Nicaragua, Brasil, Venezuela, Argentina, Ecuador, El Salvador y más recientemente, en Bolivia.
La retórica que busca respuesta en un pasado muchas veces adulterado, los liderazgos sobrestimados y en ocasiones sacralizados, el nihilismo que descalifica al oponente, así como el narcisismo y la borrachera del poder, hacen tanto o más daño que los adversarios políticos y el imperialismo.
Cada conflicto y cada golpe de Estado, cada líder exiliado y cada oleada represiva, en lugar de avanzar hace retroceder la historia. El mejor adversario político es el que está vivo, las batallas mejor ganadas son las que se evitan y los mejores acuerdos provienen de la pluralidad. La razón no debería promover la fuerza, sino rechazarla, y los líderes más eficaces son los que proponen el progreso como opción.
Hay que evitar que las masas tengan argumentos para gritar: “Váyanse todos”. Allá nos vemos.