Nota del editor: Roberto Rave es politólogo con especialización y posgrado en negocios internacionales y comercio exterior de la Universidad Externado de Colombia y la Universidad Columbia de Nueva York. Con estudios en Management de la Universidad IESE de España y candidato a MBA de la Universidad de Miami. Es columnista del diario económico colombiano La República. Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen al autor.
(CNN Español) – Con ocasión de la trágica y lamentable muerte, al parecer accidental, del joven manifestante de 18 años Dilan Cruz, los promotores de las protestas contra el gobierno colombiano exigen disolver el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Acusan a los integrantes de este organismo policial de incurrir en uso excesivo de la fuerza en reiteradas oportunidades y de no respetar los protocolos establecidos por la ley al actuar contra los manifestantes. Lo correcto y lo responsable no es acabar con el ESMAD, el cual existe para defender la vida, la propiedad, la tranquilidad y las libertades de los colombianos, incluyendo la de protestar y la de movilizarse, sino fortalecer mucho más a esa institución, apoyándola, respetándola, depurándola y dotándola de mejores capacidades y recursos humanos, tecnológicos y materiales para cumplir adecuadamente con su necesaria labor.
Si el ESMAD o un organismo equivalente no existiera, habría que crearlo. Las sociedades humanas no son siempre tranquilas y pacíficas, mucho menos lo son las protestas antigubernamentales. En consecuencia, proponer su disolución implica dejarles las calles libres a los vándalos, a los delincuentes que aprovechan las protestas para saquear, violar y robar en medio del caos y la confusión que generan.
La fuerza pública colombiana no es la de una dictadura, como la cubana o la venezolana. Es la de una democracia republicana respetable que, con sus defectos, problemas y limitaciones, está sometida al gobierno legítimo, constitucional y civil, elegido mayoritaria y libremente por el pueblo. No es una fuerza tiránica para defender un orden despótico, sino una estructura sujeta a numerosos controles y protocolos que busca preservar la libertad y la dignidad humana de sus habitantes. Cuando hay algún exceso, éste se conoce, se denuncia, se investiga, se juzga y se castiga, de acuerdo con el debido proceso, lo cual brilla por su ausencia en las dictaduras. Por lo tanto, considerar que el ESMAD es una fuerza feroz, abusiva o criminal, es una exageración insostenible.
Aquellos que madrugan todos los días para presentarse en su estación o batallón; aquellos que han visto morir a sus amigos, más que ninguno de nosotros; aquellos que ponen su vida en riesgo solo por portar su uniforme de trabajo; aquellos a quienes los maleantes les pusieron precio a su cabeza por el solo hecho de defenderse; aquellos que dejan su familia por largas jornadas, a veces por semanas y meses, sin un pago equivalente a su esfuerzo; aquellos que defienden el noble ideal intangible de una patria para todos; aquellos que, a pesar de sus errores, ayudan a construir un país más seguro, más tranquilo y mejor; son aquellos que reciben ataques injustos y hasta insultos y agresiones físicas de muchos ciudadanos.
Esto está sucediendo, con particular intensidad, en el marco de las recientes protestas. No son siempre protestas pacíficas. La protesta es un derecho que debe ser respetado y protegido por el Estado. Pero cuando la marcha se transforma en bloqueo de vías, en daños al patrimonio público, en violencia contra la fuerza pública, las autoridades, a través de la fuerza policial, tienen el deber de proteger los bienes y las libertades de quienes no marchan. Esa defensa debe ser enérgica y sin violar ni traspasar los límites marcados por los derechos humanos y la Constitución.
Ahora bien, pongámonos en la posición real de un policía del ESMAD o de un militar que se despide de su familia para salir a la calle a defendernos a todos. Sale de su casa y, por el solo hecho de portar el uniforme, ya está corriendo riesgo en un país en el que por matar a un policía pagaban dos millones de pesos en la aciaga época de Pablo Escobar. Le piden proteger la marcha y, junto con ella, el orden público y los derechos de los ciudadanos. En las calle escucha insultos, recibe piedras y esquiva papas bomba o cócteles molotov, lanzados con odio y con rabia primitiva por numerosos manifestantes encapuchados. Pasa largas horas de trabajo, en muchas ocasiones en circunstancias difíciles por las condiciones meteorológicas o con la alimentación, mientras aguanta la humillación de aquellos que son su razón de ser.
Esto no absuelve de ninguna culpa a aquellos policías y militares que han incurrido en graves errores y hasta en delitos, pero nos invita a hacer una pausa y reflexionar, poniéndonos en el lugar y las difíciles circunstancias generales en las que vive la fuerza pública en Colombia. Por ejemplo, en la actual ola de protestas que vive el país van más de 300 policías heridos.
Ese no es el camino para protestar. No se reclaman derechos estropeando los derechos de los demás. No se reclaman beneficios estatales acabando con el patrimonio público, construido con los impuestos de los colombianos. No se reclaman garantías atacando a la fuerza pública y a la institucionalidad. Es contradictorio, además, reclamar derechos atacando la libertad y criticando a quienes no quieren marchar o no comparten los reclamos de los promotores de las protestas.
En Colombia, como en muchos otros países, existe una multitud de carencias e injusticias de todo tipo. Se necesita aumentar el acceso a la educación básica, secundaria y superior, disminuir la informalidad y crear empleos de calidad, entre muchos otras cosas. Sin embargo, hay que reconocer el esfuerzo de un gobierno que, en tan sólo 15 meses de gestión, ha roto con la tradición burocrática y el clientelismo. Es un gobierno que ha dado signos de buenas intenciones que ha entendido que la polarización no es la vía para la construcción de un mejor país. Ahora bien, siempre existirá una razón por la cual marchar, en Colombia, en Singapur, en Suiza o en Corea del Sur.
En términos económicos, los efectos de lo ocurrido con las marchas no son para nada positivos. Sólo en Bogotá se estiman, en actos de vandalismo, más de US$ 11.600 millones.
Por su parte, la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), afirmó que se pierden más de US$ 43 millones diarios. Es decir que, por los nueve días que van de marchas, ya habría un costo que supera los US$ 394 millones. Además, las calificadoras internacionales de riesgo han advertido sobre un cambio negativo de perspectiva para la economía colombiana. Por otro lado, muchos inversionistas extranjeros han detenido sus proyectos, ante el miedo de lo que pueda ocurrir en el país. En términos prácticos, todo esto se traduce en un aumento del desempleo y una disminución en las perspectivas de crecimiento económico.
No obstante, las encuestas de opinión en febrero mostraban la gran favorabilidad que ostentaba nuestra fuerza pública. Debemos luchar por defenderlas, sin que esto implique dejar de exigir respeto por la ciudadanía y el uso mesurado de la fuerza. Su labor es necesaria y sobresaliente. La fuerza pública democrática de Colombia no sólo merece respeto y apoyo, sino una inmensa gratitud por su heroica defensa de los valores y los principios que permiten la convivencia civilizada y en libertad.
Post Escriptum: La marcha es un derecho que cuando se transforma en vandalismo atenta contra los mismos derechos que exige.