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Nota del editor: Jeff Pearlman es autor de ocho libros éxito de venta, según el The New York Times. El noveno, “Three Ring Circus: Shaq, Kobe, Phil and the Crazy Years of the Lakers Dynasty” será publicado en septiembre. Sígalo en @jeffpearlman. Las opiniones expresadas en este comentario son propias del autor.

(CNN) – Hace unas horas estaba sentado en un café en el condado de Orange, felizmente comiendo avena y tipeando a mis anchas, cuando un amigo me envió el siguiente texto:

En las noticias dicen que murió Kobe Bryant.

Aún no lo creo.

Aún. No. Lo. Creo.

En los últimos dos años, vengo investigando y escribiendo un libro sobre los Lakers de 1996 a 2004. Es decir, los años de Shaq, Kobe y Phil. Cuando un escritor se mete de lleno en un proyecto y dedica la mayor parte de sus días y de sus horas a entender a un grupo de personas, la idea de que uno de esos individuos pudiera dejar de existir repentinamente… bueno, no tiene sentido. No tiene sentido, como tampoco tuvo sentido para mis padres la muerte del expresidente John F. Kennedy. Como no tuvo sentido para mí a los 14 años la muerte de Len Bias.

Así que, nuevamente, aún no lo creo.

El Kobe Bryant de mi libro es una figura compleja: quizás el atleta más multifacético sobre el que he escrito desde mi biografía de Walter Payton una década atrás. Es mucho más que el cuarto máximo anotador de todos los tiempos de la NBA. Es mucho más que los cinco títulos de la NBA y las 18 participaciones en los partidos de las estrellas. Al terminar la secundaria en Lower Merion, Pennsylvania, en 1996, entró al sorteo de la NBA con una altanería que resultaba en partes iguales repelente (“Kobe Bryant decidió saltearse la universidad y llevar su talento a la NBA”, dijo en una conferencia de prensa dentro del gimnasio de la escuela) y destacable. Un compañero de equipo de su escuela me contó la anécdota de un joven Kobe que había días que salía a correr con más de 35 grados centígrados y luego se sentaba en el auto con la calefacción al máximo, solo para fortalecer su resistencia.

Al incorporarse a los Lakers, llegó a Los Ángeles sabiendo (no creyendo, sino sabiendo) que era el mejor jugador del equipo. Realmente, de la liga. Lo que simplemente no era verdad. Estos eran los Lakers de Shaquille O’Neal y Nick Van Exel y Eddie Jones. Bryant, entretanto, era novato y no se había probado. Su selección de tiros era descabellada. Le gustaba pasar la pelota tanto como comer cartón (y no comía cartón).

Sin embargo, tenía algo que pocos habían visto antes: una total confianza en sí mismo. Bryant tiraba. No encestaba. Y tiraba una vez más. En el quinto partido de 1997 en las finales de la Conferencia Oeste de la NBA en Utah, Bryant notoriamente soltó cuatro pelotas al aire en las últimas etapas de un marcador en el que iban 98 a 93 abajo. Era el tipo de desempeño que había arruinado a muchos jóvenes atletas. Sin embargo, esa noche, poco después de que el avión de los Lakers aterrizara en Los Ángeles, Bryant se dirigió a la cancha cercana en Palisades High a realizar lanzamientos tras lanzamiento hasta que salió el sol.

A diferencia de su compañero de equipo en los Lakers, O’Neal, tan famoso como él, pero un poco más gregario, a Bryant no le importaba la camaradería ni salir de parranda ni jugar a los bolos con sus amigos. Una vez, O’Neal invitó a toda la plantilla a una comida de lujo en un restaurante de pescados y mariscos en el camino. Bryant llegó 30 minutos tarde, con sus auriculares puestos y un libro, y se sentó en una mesa aparte. Otra vez, se encontró con uno de sus compañeros, el veterano Robert Horry, en una fonda y se alarmó al verlo con una cerveza. “Bob”, le dijo él: “¿cómo puedes beber la noche antes del partido?” Horry estaba perplejo. El partido era en 24 horas y estaban en la pretemporada. “Ese”, dijo Rick Fox, el jugador de los Lakers de larga data, “era Kobe simplemente. No siempre entendía de qué se trataba”.

O’Neal soñaba con asumir el papel de hermano mayor de Bryant. Pero él no quería uno. Ni un tío. Ni alguien en quién confiar. Su película favorita, la que veía repetidas veces en los vuelos, era “The Ten Commandments” con Charlton Heston. Su pasatiempo favorito era anotar letras de hip-hop en una libreta pequeña. A diferencia de muchísimos atletas, vivía pensando en qué vendría cuando se terminaran los partidos. Tenía planes, grandes planes. Ser un gran empresario. Un pensador de vanguardia. Ser líder.

Cobró seriedad la acusación de violar a la empleada de un hotel en Colorado en 2003 y el drama legal que se desató supo a los enredos de O.J. Simpson por su escala y magnitud. Para muchos, pareció significar el fin de Kobe Bryant como vocero, como héroe, como estrella. Incluso después de haberse llegado a un acuerdo extrajudicial. ¿Quién volvería a alentar otra vez por Kobe Bryant? ¿Cómo podrían creerle?

Sin embargo, lo hicieron. Cuando la carrera de Bryant fue llegando a su fin varios años después, la estrella que solo parecía anhelar la victoria y la gloria para sí comenzó a distenderse. Se reía, hacía bromas, jaraneaba. Se divirtió con sus compañeros de equipo. Se burló de sus piernas viejas y del declive de sus habilidades. El matrimonio, claramente, había sido fantástico para él, al igual que el nacimiento de sus cuatro hijas. Era, a pesar de que se dijera lo contrario, humano. Y tomaba cada vez más conciencia de sí mismo.

Y ahora, a los 41 años, se ha ido, junto a Gigi, su hija de 13 años a quién entrenaba.

Justo cuando la vida empezaba a tomar sabor.

Traducción de Mariana Campos