TOUGALOO, MISSISSIPPI - MARCH 08: Democratic presidential candidate former Vice President Joe Biden reacts while giving a speech during a campaign event at Tougaloo College on March 08, 2020 in Tougaloo, Mississippi. Mississippi's Democratic primary will be held this Tuesday.

Nota del editor: Ariel Dorfman es el autor de “La muerte y la doncella”, y más recientemente, de la novela “Allegro” y de “Chile: Juventud Rebelde”. Las opiniones expresadas en este comentario son únicamente las del autor. Ver más artículos de opinión sobre CNN.

(CNN Español) – “Los estoy escuchando”.

Esas palabras las pronunció Joe Biden el martes por la noche después de que los resultados de las últimas primarias prácticamente habían asegurado la candidatura demócrata para la presidencia. Estaba dirigiendo estos comentarios en particular a los jóvenes que acudieron en masa a la causa de su principal oponente, Bernie Sanders.

Pero si resuenan profundamente conmigo, un hombre mucho mayor, y me dan alguna una esperanza cautelosa para el futuro en este terrible momento de temor y pestilencia, es debido a mi experiencia personal cuando conocí al hombre que se convertiría en el vicepresidente de Obama.

Fue mi único encuentro cara a cara con él, hace muchos años. Pero el recuerdo es suficiente para mí, un acérrimo, aunque también pragmático, partidario del senador Sanders y la radical necesidad de cambiar las injusticias fundamentales que prevalecen en Estados Unidos, para creerle a Biden, cuando proclama que está dispuesto a escuchar a aquellos cuyas opiniones no siempre han coincidido con las suyas.

Era principios de marzo de 2003 y me habían llevado a Nueva York para participar en un panel del programa “Today” de NBC, como uno de los que se opuso firmemente a la próxima invasión de Iraq. Uno de los participantes era el entonces senador Biden, que estaba allí para explicar por qué estaba a favor de la guerra y había votado, en octubre de 2002, para autorizar amplios poderes de guerra al presidente George W. Bush (quien afirmaba, falsamente, nos enteraríamos después) que el dictador de Iraq, Saddam Hussein, poseía armas de destrucción masiva).

Cuando llegó mi turno, repetí los argumentos básicos que había escrito en un artículo de opinión en The Washington Post de ese domingo, le hablé directamente a un hombre iraquí que estaba en el panel y que quería que su país fuera liberado lo antes posible. Dije que, como disidente chileno que había pasado décadas luchando contra el general Augusto Pinochet, entendía su sufrimiento y el de sus compatriotas, pero pensaba que el derrocamiento de Saddam Hussein por parte de las fuerzas extranjeras tendría consecuencias terribles para el mundo. Argumentaba que correspondía al pueblo de Iraq expulsar a su hombre fuerte.

Era necesario y urgente, dije, poner fin al reinado de Saddam, pero no al precio de tantas vidas inocentes perdidas, tantos años de ocupación extranjera, una pérdida tan grave del control de los iraquíes sobre su propio destino.

Después de que terminó nuestra participación, mientras un técnico me quitaba el micrófono, Biden se acercó y me pidió que explicara un poco más mi posición. Parecía genuinamente interesado en lo que acababa de decir, se inclinó hacia mí y me tocó el hombro con simpatía.

Le dije que con gran pesar le estaba pidiendo a los disidentes iraquíes que se opusieran a la guerra que podría liberarlos del terror cotidiano que los déspotas infligen a su pueblo, que sentí que podía decirles esto porque sabía muy bien, lo que significaba para aquellos que esperaban que llamaran a la puerta, que temían que los arrastraran a una bodega llena de prisioneros torturados, que tendrían que lidiar con un legado de persecución y exilio para posponer su liberación, para que toda la humanidad no fuera arrastrada a una vorágine de caos.

Biden me preguntó más sobre mi pasado, si alguna vez hubiera querido que Estados Unidos, por ejemplo, invadiera Chile para ayudar a deponer al general Pinochet. Y dije “que Dios me ayude”, no habría aceptado un compromiso diabólico que habría sometido a mi país, incluso si eso significara que algunos de mis propios camaradas morirían antes de ser libres.

Los ayudantes del senador se cernían a su alrededor, sugiriendo que tenía asuntos importantes en otros lugares, pero él no les hizo caso y continuó preguntando durante varios minutos. Estaba totalmente atento y particularmente preocupado por la angustia que yo sentía, por tener que instar a un país poderoso a que no intervenga militarmente para purgar a una tierra extranjera de su opresor.

Sentí que quería aliviar mi dolor, que se hacía eco de una profunda agonía dentro de su propia existencia (no sabía nada sobre su propio historial familiar de pérdida). Al final de nuestro intercambio, dijo que no había alterado su reticente aprobación de la guerra, que se vislumbraba en el horizonte (dijo que Saddam era una amenaza para la humanidad), pero me agradeció calurosamente por mis puntos de vista y prometió pensar en ellos en los siguientes días.

Y ahora, 17 años después, recuerdo con mucho agrado esa breve conversación con el hombre que, fervientemente espero, venza a Donald Trump en noviembre y comience a reconstruir a Estados Unidos como una tierra de justicia e igualdad y, por supuesto, de bondad humana básica y decencia.

Para eso, nuestro candidato tendrá que escuchar a aquellos de nosotros que creemos, como a menudo no lo ha hecho durante su larga carrera en política, que es hora de llevar a cabo grandes reformas a las inequidades sistémicas que constituyen una plaga en Estados Unidos (y uso esa palabra “plaga” de manera bastante deliberada).

Él tendrá que escuchar a los millones que están seguros de que la crisis actual nos obliga a soñar con un país que se preocupe más por los problemas de muchos, que por las ganancias de unos pocos.

“Los estoy escuchando”, dijo Joe Biden el martes por la noche. Y agregó: “Sé lo que está en juego. ¡Sé lo que tenemos que hacer!”

Tengo motivos para creer que es sincero.

Y espero, por el bien de todos nosotros en estos tiempos de catástrofe, tener razón.