Nota del editor: Octavio Pescador es profesor de la Universidad de California en Los Ángeles.
(CNN) – A la revolución política del tío Bernie no le alcanzó para ganar la candidatura a la presidencia del Partido Demócrata. El sistema le cortó las alas de tajo y en un santiamén. Todo indica que los amarres de jerarcas con respaldos y padrinos, el voto de la población negra y la apatía electoral de los jóvenes descarrilaron la locomotora insurgente. Y el covid-19 le puso punto final (de facto) al proceso de su candidatura. Como buen revolucionario por convicción y no por conveniencia, y al igual que en 2016, el líder prefiere morir de pie que vivir de rodillas y, aún en la derrota gana entre los suyos por congruencia y dignidad. Si claudica, se acaba el movimiento que imprimió un giro hacia la izquierda a la agenda de los demócratas desde hace cuatro años, conquistando la lealtad de la juventud Latina. Esa juventud soñadora es uno de los pilares para del crecimiento poblacional de EE.UU. y, por ende, del futuro de todas las instituciones/organizaciones públicas y privadas, incluyendo los partidos políticos.
El éxito de los “sanderistas” para atraer y sumar a la juventud latina a su campaña responde a dos factores: recursos y agenda. La invitación llegó acompañada de ofertas laborales remuneradas en cargos relevantes. Es decir, tomaron en serio a los muchachos y los incluyeron en la nómina. Les dieron un espacio real y no simbólico. Trabajaron con ellos y no solo los usaron. Y los jóvenes cumplieron, dándole el margen requerido a Sanders para ganar California, Nevada y el sur de Texas. Mas allá de los salarios y la posibilidad de opinar y ser escuchados, los jóvenes se unieron a la causa sanderista porque en ella veían representados sus intereses, los de sus padres y los de todos los que han luchado por la justicia social y la equidad cultural en EE.UU.
Aunque hay diferencias significativas en la población latina (culturales, económicas, étnicas, migratorias y regionales), en términos de preferencias políticas la mayoría de los jóvenes tiende hacia la centroizquierda (excepto en la Florida). En el suroeste estadounidense, esa tendencia se acentúa por el legado social y académico que ha marcado la historia Latina, ausente de los libros de texto (en ambos lados de la frontera, por cierto), pero primordial en la defensa de los derechos civiles y la búsqueda de una mejor vida para las familias de campesinos, obreros y otros trabajadores del sector servicios.
Y el mítico Joaquín del poema dejó de estar “perdido en un mundo de confusión” y en California ha llegado a ser alcalde, procurador, presidente de la Asamblea y el Senado, vicegobernador, etc. Su heredera es la boricua Alexandria Ocasio-Cortez, a quien los sanderistas encumbraron al frente del ala bicultural y bilingüe del movimiento insurgente dentro del Partido Demócrata. Con la candidatura a la presidencia lejos del alcance de las manos, supondríamos que los sanderistas ven como tarea primordial el amalgamar a sus simpatizantes de habla hispana y cultivar los niveles inéditos de participación política (movilizando, votando y contribuyendo recursos) de la juventud Latina. Ya despertaron al gigante (electoral) dormido. Sin dudas, conocen bien la ruta histórica del movimiento soñador que los trajo hasta este punto.
Hace casi ocho años se aprobó el decreto DACA, que le confiere provisionalmente un estatus inmigratorio legal a numerosos jóvenes que podían probar haber residido en EE.UU. desde antes de cumplir 16 años y haber completado la preparatoria o equivalente en el sistema escolar estadounidense. Un movimiento que se inició en las aulas de UCLA y otras instituciones de educación superior a principios del siglo XXI logró una victoria amarga para nuestros alumnos y los cientos de miles de personas que se unieron a la causa. Después de muchos años y varios votos legislativos frustrados, los muchachos consiguieron salir de las sombras para poder seguir estudiando y conseguir empleo formal, pero, tristemente, sus padres no pudieron entrar a lo que se pensaba sería la antesala de, al menos, la integración económica.
A mediados de la década pasada, los líderes que venían organizando a las comunidades de asiáticos, centroamericanos y mexicanos (entre otros) soñaban con lograr la reforma inmigratoria. Si en los años 80, un presidente republicano —Ronald Reagan— aprobó la amnistía, la elección de un presidente demócrata con mayoría legislativa en 2008, deparaba buenas noticias. Afloraba la esperanza entre las organizaciones defensoras de los inmigrantes que pugnaban por la regularización inmigratoria de más de 11,6 millones de personas que viven y trabajan sin documentos en este país. En 2006, esas organizaciones, en colaboración con sindicatos laborales, clérigos y medios de habla hispana, habían coordinado las mayores marchas de inmigrantes más grandes de en la historia de EE.UU. y posteriormente encausado esa energía para apoyar la elección de Barack Obama.
Pero las demandas de los líderes del movimiento no llegaron a cumplirse. Peor aún, las movilizaciones de millones de indocumentados de costa a costa despertaron el ogro xenófobo de amplios sectores sociales, reafirmaron el silencio lucrativo del empresariado y evidenciaron la falta de voluntad/capacidad de las cúpulas demócratas para integrar plenamente a los indocumentados. El ala reaccionaria de los republicanos —que ya venía promoviendo la criminalización y persecución de los indocumentados desde mediados de los años 90, encabezados por Pete Wilson en California— actualizó el discurso nativista. Los xenófobos argumentaban, por un lado, que solo se le debería dar la bienvenida a quienes cumplieran con la ley inmigratoria —esperando su turno— y, por el otro, que la forma de vida estadounidense estaba siendo amenazada por criminales y lacras que abusaban de los servicios sociales.
Los grupos más progresistas del Partido Demócrata aceptaron la priorización del Obamacare en la agenda y cedieron la posibilidad para definir cuándo y cómo se presentaría una reforma inmigratoria, lo que nunca ocurrió. Al contrario, la administración continuó con las deportaciones masivas -separando desgarradoramente a miles de familias- lo que le valió el título de “deportador en jefe” al presidente Obama. La concesión de otorgar DACA a los jóvenes en la recta final de su gobierno fue percibida como un intento de redención por haber abandonado la posibilidad de lograr una reforma inmigratoria general que incluyera a los sus padres cuando los demócratas controlaban ambas cámaras del Congreso federal. El desconsuelo y encono de los líderes se magnificó en 2014 con el fracasado intento de ampliar la cobertura de DACA para los padres de los soñadores.
Los embates legales del nativismo y la decisión de rescindir el programa por parte de la actual administración tienen en vilo a los 800.000 jóvenes bajo el amparo de DACA. Será la Corte Suprema la que decida su futuro en meses venideros. La evidencia empírica ha demostrado que regularizar a los muchachos ha beneficiado la economía, salud y educación de sus familias sin impactar negativamente a la población general. Y el empresariado, la sociedad e incluso algunos legisladores republicanos se han manifestado a favor de prorrogar DACA.
La decisión de los magistrados determinará el futuro de un programa que solo permite la integración económica de los jóvenes beneficiarios, no ofrece un camino hacia la regularización plena. Hace varios lustros que se perdió la esperanza de una integración social por vía de la ciudadanía y son pocas (menos) las voces legislativas que promueven un camino a la naturalización. Pero tener algo es mejor que no tener nada y el fallo de la corte será crucial para el avance o retroceso de la causa que la gente, otrora chicana y hoy Latinx, ha venido impulsando desde finales del siglo XIX: respeto a los derechos del individuo e igualdad de oportunidades.
La genealogía del movimiento de los soñadores se puede rastrear hasta a la promulgación del Plan de Santa Bárbara en 1969. Los estudiantes universitarios de aquella época eran impulsados por los movimientos campesinos de Dolores Huerta y César E. Chávez, los urbanos de Sal Castro, los intelectuales de Rubén Salazar, los idiosincráticos de Corky Gonzales, los territoriales de Reies López Tijerina y los políticos de José Ángel Gutiérrez. Líderes que encabezaron acciones enmarcadas por la historia de lucha emancipatoria de los negros y el movimiento de derechos civiles encabezado por el reverendo Martin Luther King Jr.
Los líderes estudiantiles que se congregaron en la Universidad de California en Santa Bárbara esbozaron un manifiesto pedagógico-cultural reivindicando su identidad. Empezaban a cosechar los frutos de las victorias judiciales contra la segregación en el sector educativo: Roberto Alvarez vs. the Board of Trustees of the Lemon Grove School District 1931 y Méndez vs. Westminster School District 1947. La gente ya había logrado ganar espacios en el sistema de educación básica y secundaria y ahora buscaban institucionalizar la formación de cuadros en el nivel postsecundario por medio de la docencia, la investigación y la diseminación de su cosmovisión e ideales. Es decir, querían consolidar una inteligencia chicana.
Aquellos muchachos son hoy profesores eméritos, los veteranos que fundaron departamentos de estudios étnicos en los sistemas universitarios del suroeste estadounidense. Son quienes se apropiaron de un término peyorativo, chicano, y lo transformaron en un gentilicio empoderador que, aunque ya no tiene uso cotidiano entre los jóvenes del siglo XXI, vive en las aulas universitarias y en las artes y se ha ido adaptando al cambio de perfil en la población que encabeza la lucha que sigue. En los años 60, la proporción de jóvenes universitarios Latinos con padres nacidos o radicados en EE.UU. por más de una generación era preponderante. Con los flujos migratorios de los años 80 y 90, el número de jóvenes inmigrantes y/o hijos de inmigrantes se incrementó significativamente entre los Latinos en el sistema de educación superior de California y en el sistema de educación básica y secundaria en el suroeste estadounidense.
En 1994, la propuesta 187 en California da inicio a la ola de acciones y políticas contra los inmigrantes que aún persiste. La persecución (bipartidista) de indocumentados de las últimas décadas ha resultado en un incremento de muertes en la frontera, intentos de prohibición de acceso a servicios sociales (incluyendo la universidad pública) y licencias de conducir, la deportación de madres y padres sin antecedentes penales y la detención de menores e, incluso, infantes. La reacción nativista (primordialmente antilatina) inicia en el suroeste y se ha expandido a lo largo del país, a destinos tradicionales y nuevos (como el noreste o el sur) para inmigrantes, antes mexicanos y ahora centroamericanos buscando trabajo. La lucha de antaño era por libertad cultural e igualdad de oportunidades. Los veteranos lograron avances marginales en todos los ámbitos, pero la disparidad frente a la población mayoritaria (calidad de las escuelas, ingreso promedio, acceso a la educación superior, nivel de titulación, etc.) y la segregación social se ha acentuado.
La lucha contemporánea ha sido para entrar a la universidad y obtener ayuda financiera, manejar y transitar sin andar a hurtadillas, mantener unidas a las familias, obtener un permiso laboral, la residencia y eventualmente la ciudadanía. La embestida nativista en California coincidió con el cambio de liderazgo en los sindicatos laborales, que a finales de los 80 empezaron a responder directamente a los intereses de la mayoría Latina entre su membresía, dando la bienvenida a indocumentados entre sus filas, apoyando su búsqueda de regularización inmigratoria y cultivando agentes de cambio. La estrategia sindical encabezada, entre otros, por Miguel Contreras, rindió frutos. Al inicio del siglo XXI una generación de legisladores Latinos empezó a promulgar leyes favorables a los indocumentados, por ejemplo, permitiéndoles acceder al sistema universitario de California y obtener licencias para conducir.
La opresión explícita del nativismo hacia los indocumentados es la faceta más perceptible de los vestigios supremacistas permeando la sociedad estadounidense. Habiéndose fundado el orden social en la superioridad del grupo dominante sobre el resto, la subyugación social de las minorías se hilvanado estructuralmente desde la colonia. Se han dado grandes pasos en el recorrido hacia la equidad cultural y política desde la abolición de la esclavitud en el siglo XIX hasta la promulgación de las actas de derechos civiles en el siglo XX, pero falta mucho por andar. El movimiento de los soñadores brindó continuidad al legado reivindicativo y de autodeterminación de los chicanos que, a su vez, cosecharon los frutos obtenidos -con sangre- por el pueblo de raza negra.
El crecimiento demográfico de la población latina en EE.UU. ha motivado el cortejo de demócratas y republicanos para ganar sus simpatías. Aumenta el número de jóvenes estadounidenses considerados Latinx. Los demócratas promueven su bandera con base en afinidad socioeconómica y los republicanos en valores familiares. La familia Bush aprovechó eficazmente sus lazos regionales y familiares para atraer a la comunidad latina a su partido. Lejos, muy lejos se encuentran los republicanos de aquella iniciativa en estos momentos. Los demócratas institucionales han enarbolado discursivamente los intereses de la población latina y aprovechado la energía de los soñadores. Sin embargo, los años de Clinton y Obama dejaron dudas fundadas sobre el compromiso de los demócratas con la integración económica, sociocultural y política de los Latinx. Veremos qué hace el ala bicultural, bilingüe de los demócratas insurgentes, sanderistas, con la lealtad de la juventud latina.