Crédito:  Bruna Prado/Getty Images

Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue ministro de Relaciones Exteriores de México. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y recientemente Oxford University Press publicó su libro, “America through Foreign Eyes”. Las opiniones expresadas en este comentario son del autor. Lea más opinión en CNNe.com/opinion

(CNN Español) – En varios medios internacionales, tanto impresos como electrónicos, desde hace algunos meses se ha postulado una afinidad y semejanza entre tres líderes de países importantes. Muchos comentaristas sostienen que Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro han adoptado actitudes y políticas parecidas frente a la crisis del coronavirus.

Primero trataron de minimizarla o, incluso, ridiculizarla. Luego, la politizaron al máximo, sugiriendo que sus detractores casi la inventaron para debilitarlos. Finalmente han insistido obsesivamente en reabrir sus respectivas economías, en ocasiones contra la opinión de sus propios equipos médicos o científicos, y aunque sigan creciendo los números de contagios y decesos. Algunos expertos pronostican que muy pronto, los tres países con más muertes por covid-19 en el mundo serán Estados Unidos, Brasil y México, en ese orden.

Pero existe una gran diferencia entre Trump y López Obrador, por un lado, y Bolsonaro, por el otro. Tanto el estadounidense como el mexicano mantienen intacta su popularidad -AMLO más que Trump- y por ahora no enfrentan crisis política alguna. En EE.UU., el número de casos nuevos y de fallecimientos comenzó a descender, y en México las cifras, aunque todavía ascendentes, permanecen en niveles relativamente bajos. Hay muchos menos muertos por cada 100.000 habitantes en México que en varios países de Europa o en EE.UU.; ciertamente los datos mexicanos son muy poco confiables.
En cambio, Bolsonaro enfrenta tres crisis simultáneas: la del covid-19, una debacle económica y una grave confrontación política acompañada por una batalla jurídica que puede acabar con su presidencia. Su popularidad ha caído a entre 20% y 30%. Para alguien que fue electo con más del 55% de los votos, se trata de un descenso severo, aunque el núcleo duro de su electorado lo sigue apoyando.

A pesar de un ambicioso programa contracíclico, que incluye la entrega a 60 millones de brasileños de un ingreso básico durante varios meses, la economía del país se encuentra en caída libre. J.P. Morgan, citado por Reuters, estima que la contracción será de -7%: peor que en la crisis anterior de 2009. La depreciación del real supera el 30%, siendo la divisa brasileña la que más se ha devaluado de entre las 30 monedas más importantes del mundo. La situación puede deteriorarse mucho más si la pandemia y la crisis política se agravan. Solo la recuperación china -gran cliente para muchos de las materias primas que exporta Brasil- puede aportar cierto alivio.

Pero la pandemia sí puede empeorar. Brasil ya ocupa un segundo lugar después de Estados Unidos en el total de casos, pero al igual que en México, estos números seguramente subestiman la extensión del contagio. El total de muertos está por alcanzar los 30.000. No en balde la sustitución de dos ministros de Salud desde que llegó el virus: la postura de Bolsonaro es indefendible para cualquier médico o especialista en salud pública serio. Si las tendencias se mantienen y no se ve ningún abatimiento de las cifras, Brasil puede superar a Estados Unidos en el número de muertes, con consecuencias sociales de largo plazo aterradoras.

Pero al final del día el reto más peligroso para el presidente brasileño hoy reside en la crisis política desatada por la renuncia el mes pasado del exjuez Sergio Moro, su ministro estrella, y símbolo, desde el Ministerio de Justicia, de la campaña anticorrupción de Bolsonaro tanto en el gobierno como en la contienda presidencial de 2018. Moro se fue porque supuso -aparentemente con razón- que su jefe deseaba nombrar de director de la Policía Federal a un colaborador sumiso que frenaría investigaciones en curso contra la familia presidencial, y quizás contra el propio titular.

Las acusaciones de Moro han desatado una serie de gestiones judiciales, llegando incluso al intento de un juez de exigir la entrega del teléfono celular del presidente, ante lo cual los militares en el gobierno -muchos, desde el vicepresidente hasta el jefe de la oficina presidencial- reaccionaron con una airosa negativa. Bolsonaro, por su parte ha ido provocando tanto al poder judicial y en particular al Supremo Tribunal, como al Congreso, con plena conciencia de que su destino se halla, finalmente, en manos de dichos poderes.

Las investigaciones de la Policía Federal y el trabajo del Supremo Tribunal seguirán. Los desplantes de Bolsonaro, también. En algún momento, como ya ocurrió dos veces en los últimos treinta años, el tema de la destitución o proceso de juicio político llegará al Congreso. Bolsonaro lo sabe, y busca evitar el destino de Fernando Collor de Mello (1992) y de Dilma Roussef (2016) acercándose al llamada “centraõ”, es decir el grupo de diputados de pequeños partidos que literalmente “venden” su voto en el poder legislativo.

Necesita un tercio para evitar ser defenestrado legalmente; lo puede lograr. Mucho dependerá de la pandemia, de la magnitud de la contracción económica, y de las nuevas revelaciones que surjan. A estas alturas, dentro de las malas salidas para Brasil, su destitución parece ser la menos perniciosa, sobre todo si excluimos la renuncia voluntaria, que alguien con el ego de Bolsonaro nunca va a contemplar. Esperar dos años y medio para la próxima elección se antoja indeseable e imposible, al igual que cualquier solución a los desafíos del país con Bolsonaro al frente. Mejor que se vaya, y para eso, que prospere el proceso de juicio político.