Nota del editor: En una serie de ensayos llamados “The Distance”, Thomas Lake cuenta las historias de estadounidenses que viven la pandemia. Este ensayo se basa en extensas entrevistas telefónicas con María Andrade. Las opiniones expresadas aquí son suyas. Lee más opinión en CNNe.com/opinion
(CNN) – Vivimos en una época de planes arruinados, un año de juicio final. Nos ha obligado a millones a mirar hacia atrás y preguntarnos qué hicimos bien o mal, qué dejamos sin decir o deshacer, en los momentos fugaces con alguien que amamos y perdimos. Cuando María Andrade piensa en su padre, ella sigue volviendo a los mismos dos remordimientos.
“Hola, hija”, decía por teléfono, cualquier día laboral después del trabajo, probablemente en el sofá con una cerveza fría. Y él le pediría que fuera, solo porque sí.
Algunas veces ella iba. Pero a veces decía: “No, estoy un poco ocupada”, y ahora desea haber dicho siempre que sí.
Así que ese es un arrepentimiento. Llegaremos al segundo. El 22 de abril, José Andrade-García cumplió 62 años. Debería haber habido un pastel de helado y una gran fiesta con los nietos en la casa de Marshalltown, pero el patriarca estaba en Iowa City, a unos 160 kilómetros de distancia, y una llamada por Zoom fue lo mejor que todos pudieron hacer.
A través del marco rectangular de su teléfono celular, María vio a su padre. Llevaba una bata blanca. Tenía los ojos cerrados. Sus párpados estaban hinchados. Su cabello oscuro se estaba volviendo blanco. Su cara estaba sin afeitar. Tenía un tubo de alimentación en la nariz y un tubo de respiración en la boca. ¿Era este el mismo hombre que había conocido toda su vida? Solo tres semanas antes, estaba fuerte y saludable e iba a trabajar.
En la planta procesadora de carne de cerdo JBS en Marshalltown, José pasó más de 20 años cortando la carne de los huesos. Algunos días no podía eliminar el olor. Pero seguía trabajando para mantener a sus hijos y darles la oportunidad de encontrar algo mejor.
“Mírame”, María lo recuerda diciéndoles a sus hijos. “Es difícil. Llego a casa y me duelen las rodillas y me duelen las muñecas, y no quiero eso para ustedes”.
Una enfermera sostenía un iPad para que su familia pudiera verlo, aunque él no podía. ¿Podía escucharlos? Los doctores esperaban que sí. Sus hijos e hijas se turnaban para desearle un feliz cumpleaños, prometiéndole una verdadera fiesta cuando llegara a casa. María silenció su línea para asegurarse de que él no pudiera oírla llorar.
José Andrade-García nunca aprendió a leer. Había crecido en la zona rural de México, rodeado de casas de adobe y campos de fresas, y había ido a EE.UU. para obtener mejores oportunidades. María aprovechó la oportunidad que le dio su padre, se quedó en la escuela, se desarrolló y ahora trabajaba como asistente de contabilidad en una cooperativa de crédito. Ella ayudó a su padre a administrar sus facturas, renovar su pasaporte, archivar sus documentos. Hubo algo más que ella intentó hacer por él también.
No está claro cuando dio positivo por covid-19 el primer trabajador en la planta de Marshalltown. Le pregunté al vocero de JBS, Cameron Bruett, y no obtuve una respuesta. Por la pandemia, la compañía instituyó nuevas medidas de seguridad: distanciamiento físico, desinfección mejorada, uso obligatorio de mascarillas, que obliga a los trabajadores enfermos a quedarse en casa, y muchos otros. El virus atravesó las plantas procesadoras de carne estadounidenses en abril y mayo. En una planta de JBS en Greeley, Colorado, murieron ocho trabajadores.
Nadie puede saber dónde o cómo José contrajo el virus. Según María, su padre dijo que los compañeros de trabajo parecían estar enfermos a principios de abril. Unos días después, él le dijo que sentía que le faltaba el aliento. Siguió trabajando hasta el 13 de abril. Se realizó una prueba de coronavirus el 16 de abril. El 17 de abril, cuando apenas podía respirar lo suficiente como para pronunciar una oración completa, María llamó a una ambulancia.
Ella lo vio en la llamada de cumpleaños por Zoom en un estado de coma del que nunca saldría, y después de su muerte se preguntó qué más podría haber hecho.
“Papá, deberías quedarte en casa”, le dijo a principios de abril, cuando escuchó la noticia de que otros trabajadores de plantas procesadoras de carne se enfermaban.
“Sí, debería quedarme en casa”, dijo. Pero siguió yendo a trabajar.
Este fue su segundo arrepentimiento: no pudo persuadir a su padre para que se quedara en casa cuando quedarse en casa le podría haberle salvado la vida. Tenía un objetivo en mente y no se desanimaría. María lo había ayudado recientemente a presentar su documentación para la jubilación. Después de 20 años de hacer un trabajo que odiaba por el bien de sus seres queridos, José podía ver la línea de meta. Su último día habría sido el 22 de abril, en su cumpleaños número 62.
María miró su teléfono, deseando poder sostener su mano. Era fácil imaginar otra versión de este día. Estaría en el sofá, rodeado de hijos y nietos, con una cerveza fría en la mano y una sonrisa en su rostro.
“Lo hice”, se lo imaginó diciendo. “Ya terminé. Gracias a Dios que nunca volveré a JBS”.