Nota del editor: Rocío Vélez es una abogada con más de 15 años de experiencia en mercadeo internacional, desarrollo empresarial y defensora de asuntos ambientales. Es estratega republicana y graduada de la Pontificia Universidad de Puerto Rico con un postgrado en Ciencias de la Historia y Política de la Universidad Point Park de Pittsburgh. Las opiniones expresadas en este comentario son suyas. Ver más artículos de opinión en CNNe.com/opinion
(CNN) – Se viven semanas tensas en Estados Unidos. Tras la brutal muerte de George Floyd el 25 de mayo, mientras estaba bajo la custodia de cuatro policías en la ciudad de Minneapolis, las protestas y manifestaciones no han cesado. El reclamo que predomina entre varios movimientos en todo Estados Unidos y, en especial, en Minneapolis es por el desmantelamiento y el retiro de fondos a la fuerza policial, aglutinado bajo la consigna “Defund The Police” (Desfinancien a la Policía). En principio, puedo entender esa demanda, no solo por los repetidos abusos de poder y las múltiples injusticias cometidas por el sistema en general contra las minorías y los más pobres de nuestra sociedad.
Hay una realidad social que ha prevalecido durante las últimas tres décadas y es descargar funciones que nos competen a los ciudadanos, comunidades y departamentos locales y federales en los hombros de la Policía. Hay ejemplos como el de estados que exigen que si los niños no asisten a la escuela envíen la Policía a los padres para saber el porqué de la ausencia y, posiblemente, enfrentar cargos judiciales. ¿Dónde quedó la obligación de cada hogar de velar por el mejor interés de sus miembros?
En las calles, cuando hay personas en situación de vulnerabilidad o con problemas de drogadicción o alcoholismo, y en casos de enfermedades mentales, llaman a la Policía en vez de contactar a las múltiples agencias que reciben dinero federal para atender tales problemas. Como sociedad, por años hemos estado mirando de lado a ver quién se encarga de nuestros problemas, dejándole a los políticos y a un Congreso inerte el destino de nuestras ciudades y comunidades.
En la década de 1990, tuve la oportunidad de trabajar en el Departamento de corrección y rehabilitación de Puerto Rico y fui testigo de cómo se empezaba un movimiento de lucrarse con las instituciones penales, privatizando algunas de ellas y, por supuesto, al desentenderse de su responsabilidad, el estado dejaba luego en manos de estas corporaciones el desarrollo de negocios que se comenzó a forjar.
Hoy en día este tipo de estructura existe en la mayoría de los estados de la nación, donde por años era necesario atrapar todo tipo de delincuente por mínimo que fuera el delito para que fueran a parar a una de estas instituciones. Pues el efecto dominó de esas movidas es lo que permitió que programas como el de la Oficina de Servicios de Policía Orientada a la Comunidad (COPS, por sus siglas en inglés) y las academias de Policía tuvieran que reclutar más personal. Y si bien está previsto que pasen revisión de antecedentes y tengan diploma de secundaria, hay sitios en los cuales -según denuncian organizaciones no gubernamentales de control- no parece importar si estos individuos han tenido historial de violencia o no. Con solo un simple examen y tener algunos cursos educativos se les permite entrar a la institución.
Luego, estos mismos agentes, a quienes no se les hace el debido escrutinio, terminan siendo protegidos por los sindicatos y cuando cometen exceso de fuerza policial y abuso de poder, matando a ciudadanos inocentes, y en muchos casos solo enfrentan en algunas ocasiones es una suspensión o una tacha en su récord administrativo.
El resultado del proceso de mediación y arbitraje que tienen en esos contratos colectivos es mejor que cualquier inmunidad de la que gozan los legisladores cuando han cometido delitos y transgresiones. La única diferencia es que, con la poderosa arma del voto, podemos sacar de circulación a esos congresistas, pero las manzanas podridas de la Policía, gracias a estos superacuerdos, resultan intocables.
Es ahí donde los ciudadanos deben concentrar sus reformas y reclamos de justicia social, exigiendo a las dependencias de cada estado que enmienden sus leyes. Que esas normas permitan no solo que se prohíba a la policía usar técnicas de estrangulamiento, sino que los sindicatos que representan a estos agentes implementen medidas severas contra ellos, y sea motivo de expulsión inmediata cuando violen los reglamentos.
Tras esta tragedia se necesitan reformas reales y que sean consecuentes, incluso después de este ciclo electoral. No necesitamos oportunidades de fotos para las redes sociales. Ni la fingida foto del presidente frente a una iglesia con una Biblia en sus manos, ni la demostración de la presidenta de la Cámara de Representantes arrodillada en un pasillo del Congreso. Ni mucho menos a un aspirante presidencial demócrata que esta por ser coronado como candidato y que no sale del sótano de su casa. Todos estos “líderes” están en posición de llamar al consenso, de aprobar legislación -tenga o no mayoría- de ser ratificada. Pero la retórica y los mensajes a medias para ganar votos en noviembre ya no van a pasar desapercibidos. Las imágenes de solidaridad contra el racismo, la inequidad e injusticia social y las protestas de la ciudadanía no van a cesar.
La reforma de la Policía es crucial, pero de suma importancia también son las oportunidades educativas, los programas de desarrollo económico y de acceso a la salud que catapulten a nuestras comunidades desfavorecidas de todas las razas y grupos étnicos fuera de la pobreza. Que haya ya 13 millones de trabajadores estadounidenses con más de un trabajo para poder pagar el alquiler de la vivienda familiar, que aumenta anualmente junto con planes médicos con deducibles ridículos, es algo que no puede convertirse en la norma de una nación que dice ser el líder mundial.