Nota del editor: Óscar Díaz Moscoso es comunicador social egresado de la Universidad de Lima, analista político y conferencista internacional. Ganador de 4 premios nacionales de Prensa. CEO de Viceversa Consulting S.A.
(CNN Español) – No hay duda de que uno de los efectos más claros de la pandemia que sacude al mundo, es haber desnudado la enorme desigualdad social que vive buena parte del orbe, sin importar si se trata de países desarrollados o países en vías de desarrollo.
En el caso peruano, la deuda social del Estado con su pueblo es clamorosa y hoy, indignante. Si Perú tenía el triste privilegio de ostentar uno de los peores sistemas de salud de la región y una bajísima calidad educativa, todo esto ha sido exacerbado por el covid-19, mostrando el drama en toda su crudeza.
No es extraño, que a pesar de ser uno de los primeros países en cerrar sus fronteras y haber puesto en cuarentena a sus 32 millones de habitantes durante casi 100 días, la curva de crecimiento de contagios por el virus en Perú es una de las tres más altas en esta parte del continente, dejando a su paso un número creciente de muertes que, según cifras oficiales bordea las 8.404, mientras otros cálculos independientes hablan de números superiores.
Pero lo peor de esto, al parecer, es que muchas de estas muertes no son fruto del contagio, sino sobre todo de la desatención, de la precariedad del sistema hospitalario, que se ve totalmente rebasado por la pandemia, a pesar de todos los esfuerzos y buenos deseos del gobierno de Martín Vizcarra, el exvicepresidente de Pedro Pablo Kuczynski, quien asumió la presidencia en marzo de 2018.
Ciertamente, ni en su peor pesadilla Vizcarra hubiese podido imaginar que tendría que conducir al país, en medio de una pandemia de dimensiones globales, que no se veía hace un siglo.
Ahora que EE.UU. y el mundo están consternados desde hace un mes por el homicidio del hombre de raza negra George Floyd, a manos de cuatro policías de Minneapolis, hay una frase que resuena en el planeta, “I can´t breathe”. La frase que repetía Floyd cuando la vida se escapaba de sus manos.
Resulta que hoy Perú tampoco puede respirar, pero por motivos distintos. El crecimiento de los contagios que ha evidenciado la orfandad de su sistema hospitalario ha encontrado su peor rostro en la escasez de oxígeno.
Es así como en Iquitos, capital de Loreto, en territorio peruano pero separado de facto por la falta de vías de comunicación terrestre, vio con estupefacción cómo un sacerdote tuvo que hacer una colecta pública para conseguir oxígeno para los enfermos que morían, simple y llanamente, porque no podían respirar.
Cuando pase la pandemia, seguramente será motivo de análisis tratar de entender por qué el único país de Latinoamérica que ha crecido durante 21 años consecutivos, mostrando las mejores notas en lo que a su macroeconomía se refiere, no ha sido capaz de contar con un sistema de salud digno para su pueblo. Pero por lo que parece, la corrupción que ha provocado el encarcelamiento, procesamiento, pedido de extradición y hasta un suicidio, entre los últimos 5 presidentes del Perú, ha tenido efectos tan perversos como el propio coronavirus.
Han transcurrido algunas semanas, desde que se encendieron las alarmas clamando por el escaso oxígeno para los casos graves de covid-19 pero el problema persiste, poniendo en riesgo la vida de miles de peruanos de condición humilde, para quienes la falta de oxígeno, puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. El balón o bombona de oxígeno que normalmente costaba alrededor de 35 dólares ha visto elevar su precio 12 veces, por lo que hoy se encuentra con suerte a 400 o hasta 700 dólares, cantidad de dinero inaccesible para la inmensa mayoría de peruanos.
En este contexto, empiezan a aparecer propuestas populistas y poco democráticas en el Congreso peruano para que el Estado fije los precios del oxígeno, algo totalmente opuesto al modelo económico de libre mercado que redujo la pobreza en Perú de 56% a 21% , en solo dos décadas de políticas económicas responsables.
La pregunta es si ahora esta iniciativa política se puede convertir en un remedio peor que la enfermedad.