Crédito: JUAN BARRETO/AFP via Getty Images

Nota del editor: Fernando Ramos es corresponsal de CNN en Español en Bogotá desde hace dos décadas. Las opiniones expresadas aquí son propias del autor. Lea más artículos de opinión en CNNe.com/opinion

(CNN Español) – Los avisos en los locales comerciales y en las fachadas de viviendas en Colombia parecen un grito silencioso y desesperado de cientos de miles de personas que están en la quiebra por la pandemia. Muchos han tenido que cerrar sus negocios después de muchos años de trabajo y dedicación. Otros no tienen cómo seguir pagando el alquiler de su casa o la cuota mensual de la hipoteca. Simplemente se acabó el dinero para seguir cumpliendo con estas obligaciones.

Cada vez son más cercanas las historias de amigos, vecinos y familiares que no tienen cómo pagar los gastos básicos. Hay quienes decidieron suspender el pago del colegio o la universidad de sus hijos porque han perdido su empleo o los ingresos ya no alcanzan para llevar comida a sus hogares y cumplir al tiempo con el pago de los servicios públicos y las deudas pendientes. Empresas en bancarrota y despidos de trabajadores.

Cuántos planes hechos para este año se alteraron para ese casi 22% de la población que perdió su trabajo, y de ese grupo, las mujeres con un porcentaje mayor sobre los hombres, quienes ahora buscan la forma de sobrevivir, de sacar cabeza como se dice coloquialmente, en medio del miedo y la incertidumbre que genera una pandemia que no da tregua y que nos está forzando a cambiar, en muchos sentidos.

Más de 5 millones de empleos se perdieron en Colombia en abril y ya muchos analistas califican que este es el peor semestre en la historia de la economía nacional. El panorama no es para nada alentador. El propio ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, vaticina que la actividad económica del país puede caer hasta en 17,2% en el segundo trimestre de este año.

Todas estas cifras ocultan una historia, una tragedia personal y familiar. Emprendimientos frustrados, sueños destrozados. En una reciente conversación con mi colega Norberto Vallejo, periodista y productor de Caracol Radio y director del portal www.depresivos.co, me contaba del aumento de casos y consultas que a diario recibe de personas que están en un cuadro depresivo profundo. Muchos porque han vivido de cerca la muerte o enfermedad por covid-19 de algún familiar cercano. Otros porque están angustiados al no ver salida a su crisis económica o simplemente porque no aguantan más el encierro de la cuarentena. Vallejo ha tenido que acudir a psiquiatras y psicólogos voluntarios para que le ayuden a atender a quienes acuden a su sitio web en busca de orientación, o simplemente para que los escuchen. “No estamos solos”, les dice, tratando de llevar una voz de aliento y un poco de alivio a quienes creen que todo está perdido. La pandemia dejará una profunda huella en la salud mental de millones de personas, contagiados o no.

Las noticias optimistas sobre avances en las vacunas contra el coronavirus traen un poco de esperanza en medio de las sombrías cifras, especialmente en la región. Colombia supera ya los 211.000 contagios y casi 7.100 fallecidos, según reporta la Universidad Johns Hopkins este miércoles (22 de julio).

Pero son apenas eso, esperanza. Los médicos piden que se declare una cuarentena más estricta, especialmente en Bogotá, la capital colombiana, debido a la ocupación de 91,5% en las unidades de cuidados intensivos destinadas a la atención del covid-19, según el Observatorio de Salud. Se advierte que necesitan una pausa para descongestionar las clínicas y hospitales y darle un respiro al personal de la salud, que ya está agotado ante la avalancha de pacientes infectados.

Una fatiga que ya también acusan los ciudadanos que viven entre la incertidumbre y el miedo y que no entienden muy bien el dilema entre salud y economía. Porque de lo que saben es de las necesidades que están pasando en sus hogares y la desolación que les ha dejado el virus.

Por eso, muchos se han visto en la necesidad de vender o arrendar. De abandonar la batalla por mantener abiertos sus negocios o de reinventarse y buscar otras alternativas que se parecen titánicas y, a veces, poco prometedoras pero que les permiten mantener la fe y la ilusión de que las cosas podrían cambiar. En ciudades como Cartagena, por ejemplo, cientos de empresarios han tenido que cerrar hoteles, bares y restaurantes. Dejando atrás años de esfuerzo y dedicación. El turismo, principal fuente de trabajo e ingresos, no existe en uno de los destinos más apetecidos en América Latina. Esto se traduce en desempleo, pobreza y aumento de la inseguridad. Las calles del centro histórico, generalmente abarrotadas de miles de personas disfrutando de los balcones coloniales y las murallas, están solas. “Parece una ciudad fantasma”, me dicen amigos y familiares que viven allí.

Lo que pasa en Cartagena se replica en muchas ciudades y pueblos de Colombia. Los efectos de esta enfermedad apenas comienzan a evidenciarse. Grupos de mariachis y de vallenatos que cantan frente a edificios de apartamentos buscando unas monedas para poder llevar comida a sus familias. Gritos desesperados de inmigrantes en las calles pidiendo ayuda. Cientos pidiendo limosnas en los semáforos de las grandes ciudades. Inquilinos desalojados por falta de pagos.

No será nada fácil la recuperación emocional y económica. Vendrá un camino largo y difícil en el que muchos tendremos que aprender a vivir –y a sobrevivir- en este mundo de un modo distinto. Es que con más de 619.000 muertes en todo el mundo, y más de 15 millones de casos, la recesión amenaza con llevar a la humanidad a niveles de pobreza, desolación y hambre jamás imaginados.