Trump sube al escenario durante un mitin de campaña en el Macomb Community College el 1 de noviembre en Warren, Michigan.

(CNN) – Puede ser horrible y redefinir el orden mundial, o tal vez solo sea una fanfarronada sin sustancia. Pero el segundo mandato del presidente electo de EE.UU., Donald Trump, seguramente será disruptivo. E incluso un aislamiento estadounidense más severo probablemente presagie un cambio significativo.

Realmente sabemos sorprendentemente poco sobre la política exterior de Trump. Él dice que le gusta así. Sabemos que está en contra de las guerras que involucran a EE.UU. Parece tener afinidad con los dictadores, o al menos con los hombres fuertes. Le gustan lo que considera buenos acuerdos y destruye a los que piensa que son malos. No le agradan los aliados que cree que se aprovechan de EE.UU. No cree en el calentamiento global. Su primer mandato destacó a un hombre ansioso por estar en el centro de cada uno de los asuntos.

Pero el presidente electo también es único en lo poco que ha tenido que articular sus posiciones en política exterior. ¿Recuerdan el horror que generó que George W. Bush no pudiera nombrar al presidente de Pakistán Pervez Musharraf en una entrevista en campaña en 1999?. A Trump nunca lo “agarrarían” con una pregunta de ese tipo.

Los medios de comunicación convencionales están masticando vidrio por cómo se equivocaron en esta elección. Quizás sea oportuno un ejercicio similar para evaluar la probable política exterior de Trump. Para ser claros: Trump no hereda un mundo en paz, donde el rol indiscutido de EE.UU. como faro de libertad y superioridad moral haya traído una calma duradera.

La administración saliente de Joe Biden deja una serie de crisis globales, en el mejor de los casos no resueltas —en el peor de los casos, ardiendo—. Puede que la actual Casa Blanca haya hecho lo mejor que se podría haber hecho en circunstancias precarias. Pero, ¿es posible que alguna disrupción sea fructífera? ¿Podría funcionar una reevaluación caótica? A riesgo de adular a una administración entrante, desarrollemos esa idea por un momento.

Trump se reúne con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en su propiedad de Mar-a-Lago el 26 de julio.

El primer mandato de Trump fue relativamente tranquilo en comparación con los cuatro años que siguieron. El final de ISIS; prohibiciones de inmigración e insultos extraños; dejar sin efecto el acuerdo con Irán mientras se firmaba otro con los talibanes; permitir que Turquía invadiera el norte de Siria; y toda esa extraña cercanía con el presidente de Rusia Vladimir Putin.

El mandato de Biden, en cambio, fue una avalancha : el colapso repentino pero inevitable de la guerra más larga de EE.UU. en Afganistán; la invasión rusa de Ucrania; y luego el 7 de octubre en Israel, la espiral de Gaza, Irán y el Líbano. Trump pudo haber sentado las bases para que algunas de esas cosas se dieran, pero sin duda Biden estuvo más atareado.

¿Tuvo Trump algo que ver con la calma de su primer mandato? Si buscas un punto destacado entre 2017 a 2021 —donde gestos erráticos y enojos pudieron haber dado resultado— el asesinato del comandante iraní Qasem Soleimani en enero de 2020 es un caso evidente. Recuerdo el momento en que escuché la noticia de que Soleimani —no solo el comandante de la fuerza Quds en el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria de Irán, sino en ese momento la personalidad militar más prominente de la región— había sido asesinado en un ataque con dron estadounidense en Bagdad.

Incluso un funcionario estadounidense involucrado en la operación me expresó sorpresa sobre la audacia del movimiento. Sentía que las cosas podrían salirse de control en la región, si Irán llegaba a buscar venganza. Pero, al final, muy poco sucedió. Y los límites del poder iraní —avivados por años de su papel en la lucha contra los rebeldes sirios y luego ISIS—se hicieron evidentes. EE.UU. podría, de repente, matar al comandante más prominente de Irán cuando quisiera, sin grandes repercusiones.

¿Llevó eso al creciente patrocinio de Irán a los grupos aliados que lentamente llevaron a la región a las crisis que siguieron al 7 de octubre? Posiblemente. ¿O esto simplemente redujo el alcance de las ambiciones iraníes? Nunca lo sabremos; pero fue la primera de muchas ocasiones en los años siguientes en los que Irán pareció débil.

La clara alianza de Trump con el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu parece beneficiar al gobierno israelí. Sin embargo, los instintos más amplios del presidente electo pueden limitar las opciones de Israel. El financiamiento y el armamento interminables a los múltiples conflictos de Israel son contrarios al objetivo general de Trump de reducir la participación global de EE.UU.

También puede ser consciente del daño que el apoyo a la guerra en Gaza causó a los demócratas en la elección que ganó. Netanyahu seguramente debe haber completado gran parte de su lista de tareas regional, después de los horribles ataques al Líbano y en Gaza, y puede encontrar a su contrapartida estadounidense victoriosa menos dispuesta a rescatarlo de cualquier nuevo ataque.

La guerra de desgaste en curso con Irán necesitará atención urgente. Sin embargo, Teherán ahora tiene experiencia con Trump como alguien dispuesto a ser extraordinariamente imprudente y a no temer a las normas internacionales. Si Irán trabaja por obtener un arma nuclear, sabe que puede esperar una respuesta estadounidense muy violenta. Trump también puede anticiparse a esa decisión atacando a Irán, con el apoyo de Israel. Hacia el final del mandato del presidente Joe Biden —quien hizo todo lo posible para evitar la guerra con Irán—, Irán parece increíblemente débil. Teherán ahora debe lidiar con un presidente de Estados Unidos a quien supuestamente intentó matar y que ha demostrado —hace cuatro años, cuando Irán era más poderoso de lo que es ahora— que no teme a una guerra con ellos.

La mezcla de erraticidad y orgullo de Trump puede tener el mayor impacto en China, cuyo líder, Xi Jinping, lo felicitó por su victoria mientras le advirtió que EE.UU. perdería con la confrontación y ganaría con la cooperación. Una dañina guerra arancelaria puede evitarse a través de la negociación. Pero, sobre todo, China debe enfrentarse a la embriagadora mezcla entre un presidente estadounidense que resentiría profundamente tener que defender a Taiwán de una invasión china, pero que probablemente también detestaría ser etiquetado como débil si retrocede en tal batalla.

Beijing debe tener pocas y frustrantes señales sobre las intenciones de un líder tan singular e irracional, y, por lo tanto, le cuesta saber cuándo y si acaso tendría a EE.UU. encima en caso de un movimiento sobre Taiwán, como Biden prometió.

La decisión más temprana y arriesgada que enfrentará Trump está vinculada a la continuidad del apoyo cde EE.UU. a Ucrania. Cualquier acuerdo probablemente implique que Kyiv acepte concesiones territoriales y proporcione una pausa en los combates que permita a Moscú reagruparse. Eso, por sí mismo, resultararía enormemente peligroso para la seguridad europea.

Pero en el momento actual de la guerra, Ucrania también necesita tiempo para reagruparse y rearmarse. Está perdiendo territorio a un ritmo cada vez más rápido desde la invasión, y se beneficiaría inmediatamente si las líneas de frente se congelaran. También se encuentra en el afilado y sangrante extremo de la mayor paradoja de política exterior de Biden: darle a Kyiv suficiente apoyo para no perder, pero no lo suficiente para permitirle derrotar a Rusia. Ucrania algún día se quedará sin tropas dispuestas a luchar.

Los residentes se reúnen junto a sus coches destruidos y un edificio de apartamentos dañado en Odessa, Ucrania, el 9 de noviembre.

El presidente Volodymyr Zelensky sabía que llegaría el día en que la idea de otra “guerra eterna” se volviera poco atractiva para la OTAN, y la mayor alianza militar del mundo finalmente buscara disminuir su participación. Todo lo que Trump ha dicho sugiere que quiere esa misma salida muy pronto.

La grotesca e incomprensible afición de Trump por Putin hace que los detalles de cualquier acuerdo sean altamente peligrosos para Europa y la alianza de la OTAN, fundada para confrontar a Rusia. Pero es un momento que a Ucrania —a menos que haya una revuelta o un colapso interno en Rusia— le habría llegado eventualmente de todos modos. ¿Aceptará Moscú un mejor acuerdo gestado con un presidente estadounidense que ha sido menos confrontativo y ofensivo personalmente hacia Putin? ¿Arriesga Putin a que Trump se sienta más ofendido personalmente si ese mismo acuerdo es luego traicionado, y su entendimiento se expone como una farsa?.

Las respuestas a estas preguntas son por ahora incognoscibles. Pero sería ingenuo pensar que necesariamente auguran algo bueno para Kyiv.

Sin embargo, el ascenso de Trump no significa un nuevo conjunto de crisis y problemas globales. En su lugar, implica que Estados Unidos y sus aliados deben prepararse para abordar los mismos temas con un enfoque, medios y prioridades diferentes.

Eso podría resultar catastrófico para el orden mundial actual y para las democracias occidentales en su conjunto. O podría obligar a sociedades y alianzas cansadas a adoptar un nuevo espíritu de compromiso ilustrado y una defensa apasionada.